El descenso a la esclavitud sexual
La historia de dos amigas, adolescentes, que son engañadas en su pueblo con promesas de trabajo en Buenos Aires, serán llevadas a un sórdido prostíbulo. En el film quedan al desnudo la opresión, la soledad y la claustrobofia que viven.
Sin el andamiaje publicitario que injustamente tantos films merecen, sin la promoción estelar que experimentan algunas realizaciones en razón de un anunciado golpe de taquilla, el segundo film de Gabriela David (el primero de ellos Taxi, un encuentro está editado en DVD) vuelve a estar presente en una de las salas de nuestra ciudad, actualmente espacio INCAA, de manera silenciosa y quizá pueda llegar a ocurrir lo mismo que cuando su estreno, que vuelva a pasar desapercibido, sin eco alguno.
Tanto la sala del cine El Cairo como la que recién nombramos, Arteón, permiten acercarnos a una programación que se diferencia notablemente de una cartelera standard que responde al mayor número de films estrenados; en ambos casos, un repertorio de films argentinos y por extensión latinoamericanos definen un destacado ámbito de exhibición y circulación. En el film de Gabriela David, que bien podría partir de la crónica periodística, de información de archivos y sumarios, la historia que se recrea parte de un lejano lugar del interior en el que algunos están al acecho, enmascarándose, prometiendo falsas esperanzas que abrirán las puertas de una emboscada.
En tono de denuncia, pero no por ello ajeno a los planteos de una elaborada ficción, La mosca en la ceniza recorre un trayecto de expectativas en un aquilatado tiempo de la vida de dos amigas adolescentes que tendrán la fatal oportunidad de conocer la ciudad de Buenos Aires, soñada y distante; pero desde un espacio clausurado a la vida cotidiana, sólo abierto al deseo de clientes en busca de diversión.
Trata de blancas, secuestro de persona y esclavitud sexual, son algunos de los nombres que encontramos en las operaciones del tráfico humano. Desde una cámara que por momentos elige la mirada documental hasta cerrados primeros planos que potencian la dramaticidad de los gestos, La mosca en la ceniza nos lleva a recorrer la sordidez y la opresión de los que se apropian de la dignidad humana. Film contundente, necesario, que debería verse y debatirse en ámbitos educativos y jurídicos, esta destacada realización conmueve sinceramente sin apelar a fórmulas ni a golpes en el estómago.
En un lugar de la ciudad Capital, del que sólo una de las cautivas puede alcanzar a leer que están en una tal calle Agüero, en una aislada y amurallada casona, que mira con sus ojos ciegos a un bar de enfrente y a un puesto de un vendedor de flores, un grupo de niñas pintarrajeadas, por momentos de manera grotesca, se pasean ante los interesados de turno, bajo la mirada celosa y vigilante de una matrona de actitudes bruscas y comportamientos despóticos, con la rastrera compañía de un joven cazador de presas. Desde allí, en ese espacio cerrado al afuera, ellas, en sus camastros, desde sus cuartos celdas, se moverán insomnes, manipuladas por el miedo y la deshonra.
El título del film, toda una metáfora que no conviene aquí revelar, que surge de un mundo de creencias, nos lleva a un momento en el cual la claustrofobia alcanza su pico máximo de tensión. Una narración pausada, que apuesta a las elipsis y al fuera de campo (como el que se manifiesta mientras la cámara recorre con una panorámica el exterior de la casona), logran que La mosca en la ceniza implique al espectador desde un tensionante suspenso que provoca interrogantes sobre comportamientos humanos.
Si todo esto es posible, si la interpelación al espectador es uno de los rasgos que se admite con su presencia, es porque aquí el cartel actoral promueve estas continuas apelaciones, porque la construcción de personajes del film de Gabriela David se apoya en una solidez profesional que huye de concesiones y lugares comunes. En este sentido, merecen destacarse, tanto las actuaciones de las jóvenes protagonistas, María Luisa Cáccamo y Paloma Contreras, como la que asumen sin fisuras nuestro Luis Machín y Cecilia Rossetto.