La culpa Tse-Tsé
Sí, la mosca y la ceniza del título son una metáfora; y no, no van a necesitar demasiada abstracción intelectual o un manual de semiótica bajo el hombro para descifrarla. Pero la mosca aparece una y otra vez explícitamente en pantalla, revoloteando por ahí o torturada y ahogada por Nancy (María Laura Cáccamo), una joven del interior un poco -demasiado- infantiloide. Su amiga Pato (Paloma Contreras) decide aprovechar una oferta de trabajo como empleada domestica en Buenos Aires que le hace una vecina del pueblo y resuelve también decidir por Nancy y llevarla con ella, porque la oferta exigía “dos chicas jóvenes”. Salir del pueblo, ese universo cerrado y cuyos límites son los del mayor cosmos para ambas, y llegar a la ciudad, inabarcable y abstracta, con luces de colores y movimiento perpetuo que Gabriela David filma fuera de foco, contagiada del extrañamiento de las protagonistas. De fondo se escucha una canción melosa que suena casi por defecto en el estéreo del auto que las lleva de Retiro a su nuevo hogar y que fanatiza hasta los improbables límites de la epifanía emocional a Oscar (Luciano Cáceres), encargado de transportarlas. Pato mira por la ventanilla: es la calle Agüero (“pájaro de mal agüero”, dirá más adelante). El coche se detiene; una puerta angosta y alta, una escalera ascendente y, arriba, los gritos sordos de la esclavitud sexual.
La mosca en la ceniza es una película de denuncia sobre la trata de blancas y el tráfico sexual. Pero a diferencia de tantísimo cine de denuncia no desdeña la dimensión formal, adoptando una retórica que podríamos denominar -hablando mal y pronto- “artística”: al ya mencionado juego con el foco hay que sumarle la profusión de planos detalle (la mosca es su principal objetivo), los travellings por los pasillos del prostíbulo, las composiciones impresionistas, la iluminación oscura para los interiores de lujosa decadencia del burdel. No me voy a adentrar en la polémica sobre la pertinencia de este tipo de retórica en las obras de denuncia, que tiende hacia el distanciamiento y la artificiosidad en un “género” que exige inmediatez y transparencia discursiva. Pero la película de Gabriela David no escatima en ese tipo de recursos, llegando por momentos al exceso poético con miras de festival europeo sediento de sangre y celuloide Latinoamericanos.
Durante la mayor parte del film el protagonista es el encierro. La mosca en la ceniza coquetea por momentos con el drama carcelario bastante efectivo (en este sentido la construcción del espacio del burdel es muy precisa), dejando fuera de campo y en ajustados elipsis todas las escenas de sexo, a tal punto de ahorrarnos lo que -sólo podemos suponer- es la pérdida de la virginidad de Nancy. De este modo, logra evitar un defecto típico del cine de denuncia, la doble moral de la denuncia exploitation, que por un lado señala algún mal y a la vez se vale de él con fines morbosos. Sin embargo, lo que no queda fuera de campo es la violencia física, en especial ejercida sobre Pato, que se niega rotundamente a ejercer la prostitución. Esto demuestra la pacatería de considerar el sexo como tabú absoluto y la violencia como moneda de cambio, problema que alcanza hasta los ejemplares más ilustres, como Los muertos de Lisandro Alonso, que muestra la muerte de una cabra en plano secuencia pero deja la única escena de sexo fuera de campo, como si éste fuera una experiencia más íntima que aquella. Pero además evidencia la hipocresía de este cine progre, que se vale de cualquier herramienta para señalar con el dedo sin desafiar realmente los modos de representación ni los valores imperantes.
Es que al fin y al cabo La mosca en la ceniza es una película de denuncia. Ya lo dije antes, pero es necesario repetirlo para no olvidarlo. Porque a pesar de esa superficie tersa que ostenta, cuando sale al mundo, cuando abandona el intento de cine de género, se vuelve esquemática, facilista, moralmente inequívoca. Y la denuncia no tiene grietas: los que regentean el prostíbulo son desagradables, sin dobleces, los clientes son absolutamente patéticos y la Sociedad (así, con mayúscula), al ignorar el problema con conciencia, complicidad y sin culpa, es una hija de puta. Todos: padres, abuelos, tíos, hijos, floristas, perros y gatos. Hasta los niños merecen la denuncia de Gabriela David, ver sino el contraplano de Nancy pidiendo ayuda a gritos desde la terraza del prostíbulo. Y así, la puesta en escena se achata, ahora al servicio de la tesis del film. Un travelling por los edificios mientras en off suenan los gritos de las chicas y ya nos queda todo claro: deberíamos sentir culpa por mirar para otro lado (aunque el fuera de campo es también, a veces, mirar para otro lado) cuando el horror sucede del otro lado de nuestra medianera. Y también de paso rezar tres padrenuestros, porque a La mosca en la ceniza la financió el Church Development Service y el Protestant Audiovisual Center of Development Education. Pero de todos los efectos que puede tener el cine de denuncia el más paralizante, el menos fértil, el más banal, es la culpa.