Cotidianidad de la esclavitud sexual
El segundo largo de la directora de Taxi, un encuentro, que aborda el tema de la trata, acierta primero en cultivar el detalle y luego en poner al espectador en el lugar de las protagonistas, haciéndoles saber tanto o tan poco como ellas.
Al abordar un asunto pesado, que para la sociedad argentina sigue en estado de irresolución –el secuestro y apropiación de chicas, puestas al servicio de la prostitución–, La mosca en la ceniza reinstala, en el orden local, lo que en alguna otra época se llamó “cine de denuncia”. Tras el desprestigio producido por su contaminación, durante los años ’70 y ’80, con el más inescrupuloso cine de explotación, en las últimas décadas el cine argentino de vertiente social trocó ese tipo de abordaje por uno menos confiado en las posibilidades del cine para resolver problemas concretos. Esta clase de películas enfrenta dos desafíos básicos, no muy distintos de los de la crónica periodística. El primero consiste en trascender su condición vicaria, su dependencia de lo real, para constituirse como objeto autónomo. El segundo es el de no caer en aquello que se denuncia, explotando el tema que se trata con fines espurios. Aun cargando con sus propias irresoluciones y decisiones discutibles, La mosca en la ceniza logra sortear ambos peligros, con altura y algún visible acierto de enfoque.
Un primer acierto reside en poner al espectador en el lugar de las protagonistas, mediante el sencillo, efectivo expediente de hacerle saber tanto o tan poco como ellas. Lo cual obliga a dejar saberes o prejuicios entre paréntesis, para entregarse a la incertidumbre de la narración. Pato (Paloma Contreras) y Nancy (María Laura Caccamo) viven en alguna zona rural que parecería ser del Litoral, desempeñando tareas de ayuda familiar. Un par equilibrado en términos dramáticos, a Nancy no parecen sobrarle luces, mientras que a Pato se la advierte más despierta y resuelta. Es ella la que quiere ir a Buenos Aires a estudiar y trabajar, y ya aparecerá una vecina de trato entre gentil y compulsivo, que a cambio de una comisión les ofrece empleo seguro en una “casa de familia” de la Capital. Cuando lleguen a cierto antiguo solar de la calle Agüero comprenderán (Pato primero, Nancy más tarde) que acaban de perder algo mucho más importante que dinero.
El segundo acierto de la realizadora y guionista Gabriela David (cuya ópera prima, Taxi, un encuentro, no carecía de interés) es el cultivo del detalle, que permite al espectador vivir esa situación desde adentro. El tema romántico-grasún que se la pasa escuchando por la radio Oscar, “poronga” del burdel (Luciano Cáceres); su irritante reiteración; la chocante naturalidad con que todo se mueve en la superficie y, sobre todo, la confrontación entre un adentro de cortinas bajas y el afuera, donde la vida sigue desarrollándose con una perfecta normalidad aparente, son puntos fuertes. Resguardada por el agente de uniforme que saluda y abre paso a los habitantes de la casa, esa “normalidad” presupone una tácita forma de complicidad social, que apunta directamente sobre la conciencia del espectador.
Uniformes al servicio de la irregularidad, la mentira de que “nadie sabe”, la vida funcionando como si todo estuviera bien alrededor de casas herméticas, en las que tiene lugar el horror: ¿no evoca acaso todo esto los campos de concentración de la dictadura? De ser así, la madama que Cecilia Rossetto encarna a cara lavada, con preocupante aleación de crueldad y humanidad, admitiría verla como un Tigre Acosta de la esclavitud sexual. Y el mozo conformista de Luis Machín, que amaga –sólo amaga– convertirse en liberador, como posible emblema de un “no te metás” que es de antes y de ahora. ¿Hay salida de este infierno, cuya sordidez David tiene el tino de no enfatizar jamás? De la respuesta a esta pregunta depende que se acepte o no el remate de La mosca en la ceniza, que parecería elegir la opción del azar, la contingencia posible pero no frecuente, el inesperado círculo virtuoso, frente a la inflexible mecánica política, económica y social, que lleva a que la esclavitud sexual se continúe –en el preciso momento en que esto se escribe y se lee– sin denuncia, investigación ni condena. Porque el juego de intereses, silencios y complicidades mutuas demuestra ser siempre más poderoso que cualquier benéfica y rara confabulación de las circunstancias. Siempre, salvo en La mosca en la ceniza.