PISTAS SOBRE LA PARANOIA BURGUESA
Al matrimonio de Mario y Silvia le empiezan a pasar algunas cosas extrañas: a él, veterinario, se le muere un perro por un hecho que, para la dueña del animal, es claramente un caso de mala praxis; a ella, mujer solitaria y depresiva, supuestamente le desaparecen cosas y culpa de ello a la mucama. La crisis definitiva llegará cuando una noche, al regresar al hogar, descubran todo revuelto y, ante la inseguridad y el temor que sienten, decidan mudarse unos días a la casa de su hija. Con gran habilidad, el director Matías Ganz deja pequeñas pistas sobre cada episodio y nos sugiere más de lo que muestra, en una precisión de puesta en escena que sostendrá con inteligencia hacia el último plano. Como tantas otras, La muerte de un perro es una película sobre la tensión en un hogar de clase media-alta, sobre los miedos sociales, sobre la burguesía paranoica, pero con la peculiaridad de nunca ponerse por encima de los personajes y abordar los géneros cinematográficos desde una sustracción absoluta de emociones.
Esto de la actitud hierática es propio del cine uruguayo de las últimas décadas, y Ganz respeta la tradición sin subrayar ningún rasgo. Mario y Silvia (estupendos Guillermo Arengo y Pelusa Vidal) atraviesan el relato con aspecto inescrutable, pero la película no traslada esto a la puesta en escena: es decir, La muerte de un perro no es una de esas películas quirúrgicas en la senda de un Haneke mal aprendido que tanto se hacen por estos lares, sino una comedia negra con la capacidad de volverse thriller cuando lo necesita. De la misma manera que Ganz va dejando pistas sobre lo que pudo haber pasado con aquel perro o en la casa del matrimonio, construye grandes momentos de humor y tensión, pero de forma esquiva: definir el tono de la película es difícil, y Ganz tiene el logro de convertir eso en una virtud. Es una de esas películas alegremente inclasificable.
Es cierto que hay algunas cosas subrayadas, como la presencia omnipresente de la radio y la televisión, pero La muerte de un perro es dueña de una tensión impecable, desarrollada en un principio desde la música y el sonido, con un ruido constante que nos alerta sobre una inestabilidad al borde del estallido. Se huele sangre en la película y está claro que irá apareciendo progresivamente. Ganz, también autor del guion, es elegante con la cámara y es hábil para que los recursos estructurales no luzcan demasiado automáticos (por ejemplo, lo que sucede con la cremación y algún cierre) y, por el contrario, sirvan como constantes llamados que alertan a los personajes. A diferencia de la oscarizada Parasite (por pensar otra película sobre clases sociales y la propiedad privada), La muerte de un perro exhibe un muestrario de personajes repudiables pero lejos del cinismo que reducía los aciertos de aquella película. Aquí hay, en el fondo y más allá de lo terrible que sucede, cariño por esas criaturas que parecen reaccionar más por un sistema que los reduce antes que por su propia mirada regresiva. Ganz mantiene hasta el final su idea de apelar a la elipsis, pero sin caer en ese otro mal de buena parte del cine rioplatense: aquí hay cosas que no se dicen, situaciones que se ocultan, pero la película dice lo suyo y tiene una mirada. Eso es lo que diferencia a un director de un mero reproductor de conceptos estéticos.