Emilia (Antonella Saldicco) es una joven psiquiatra recién recibida y con un flamante trabajo en un hospital. Está en pareja, pero la relación con su novio (que está a punto de viajar a Berlín por una beca) parece bastante desgastada. Tras algunas dudas iniciales, la protagonista decide aceptar la invitación de Jorge (Osmar Núñez) y Ursula (Susana Pampín), los padres de Andrea, su mejor amiga fallecida hace un tiempo, para decidir cómo y dónde esparcir sus cenizas.
Ella regresa así por primera vez desde que partió al pequeño y helado pueblo santacruceño del que es originaria. Y allí se reencontrará no sólo con sus huéspedes (que alguna vez funcionaron como una suerte de padres sustitutos), sino también con el padre ausente al que casi no ha visto (Fabián Arenillas) y con Julián (Agustín Sullivan), el novio de la adolescencia que ha formado una nueva familia.
Las películas sobre las vueltas al pago del que uno es oriundo constituyen casi un género en sí mismo y, si bien en La muerte no existe y el amor tampoco se retoman varios de esos tópicos, se trata -en esencia- de una historia sobre el duelo, sobre las elecciones de vida y las falsas seguridades (y supuestas felicidades) que nos construimos desde el conformismo. ¿Qué habría pasado si nos hubiésemos quedado en determinado lugar o con determinada persona? Es, también, un film sobre fantasmas (ahí está la aparición de una Justina Bustos no demasiado aprovechada) y cómo lidiar con la ausencia y el dolor.
Bella y angustiante, árida y desgarradora, La muerte no existe y el amor tampoco (a Salem parecen gustarle los títulos largos) se desmarca del original literario (hay como guiño cómplice una pequeña actuación de Romina Paula) precisamente porque esto es cine y el trabajo visual con los paisajes y el clima sirve para potenciar la sensación de descontención y desolación que invade a la protagonista de esta película noble y para nada complaciente.