Después de su auspiciosa opera prima, Cómo funcionan casi todas las cosas, Fernando Salem se embarcó en La muerte no existe y el amor tampoco, la adaptación de Agosto, la segunda novela de Romina Paula. Una difícil tarea, porque el libro está escrito en primera persona, en ese vibrante lenguaje coloquial que es la marca de estilo de la autora. Es el relato que una joven le hace a su mejor amiga sobre su regreso al pueblo donde crecieron juntas. El detalle es que la segunda está muerta, y la ceremonia de esparcimiento de sus cenizas es el disparador del viaje de la narradora.
¿Cómo traducir eso al lenguaje cinematográfico? Salem y su coguionista, Esteban Garelli, eligieron sabiamente evitar lo que hubiera sido una insufrible voz en off. Decidieron quedarse con los aspectos más visuales de la novela y mantener casi todas las peripecias, pero desprovistas de la fuerte carga subjetiva que tenían en el relato literario. En el camino, la historia perdió gran parte del humor y el sarcasmo que transmitía esa narradora cómplice. Lo que quedó fue la melancolía, sin atenuantes.
Porque esta es la historia de un adiós. O varios adioses. Cuando decide aceptar la invitación del padre de Andrea para participar del ritual fúnebre, Emilia se embarca en un viaje al pasado. Alguna vez se fue de la Patagonia para estudiar en Buenos Aires y nunca más volvió. Este retorno es para despedirse de su amiga, pero también de toda una etapa de su vida. Cerrarle la puerta a ese pasado y dejar atrás a su padre, con quien casi no tiene contacto; a los padres de Andrea, que prácticamente la criaron; a Julián, ese primer amor que se desvaneció.
La desoladora estepa patagónica y las buenas actuaciones le dan sostén a este drama introspectivo. En esta excursión a su historia, Emilia se encuentra con preguntas que hacen tambalear su presente y quedan resonando en el aire: cuánto dura el amor y en qué se va transformando; cuántas vidas podemos vivir; cuán definitiva es la muerte.