El artista argentino Antonio Pujia planea una muestra de sus esculturas denominada Homenaje a la eterna mujer, luego de ocho años durante los cuales su trabajo ha permanecido sin exhibirse ante el público. La película llamada La muestra, dirigida por su hijo Lino, reconstruye parte de los engorrosos preparativos de la exposición, con muchos de los involucrados (incluidos su mujer, sus dos hijos, sus dos nietos y la empleada doméstica) prácticamente actuando de sí mismos, representando sus propios papeles y recreando frente a la cámara varios de los momentos vividos en ese trance. El resultado es una película extraña por donde se la mire. Formalmente libérrima (es decir, autónoma de un modo más bien insensato, casi insultante), La muestra avanza a golpes de un genuino realismo junto a situaciones y diálogos imbuidos de un costumbrismo televisivo, todo ello atizado por intimidantes allegros de Shôenberg desde la banda de sonido. Por supuesto se trata de una síntesis apresurada, pero que vale quizás para definir el particular espíritu de la película. Como si para referir a la singular obra del artista de marras, que utiliza para sus esculturas materia prima de lo más variada, no hubiera nada mejor que hacer chocar los materiales con los que se trabaja y aislarlos en la singularidad y espesor que le son propios, la película no se arredra al exponerse ante el espectador a ser un objeto mal ensamblado, risible.
Parte de la inesperada nobleza de La muestra, sin embargo, podría radicar en el modo, no de lo más elegante, en el que la naturaleza del material empleado se hace visible (alguna insólita vuelta del guión, más de una ostensible sobreactuación, la a menudo descabellada disposición de los planos) para dar por resultado una verdadera anomalía cinematográfica en la que termina sugiriéndose que el arte puede conducir al aislamiento y a la soledad. “Estoy en mi mundo”, dice en una escena el escultor para sacarse de encima los cuestionamientos de su mujer acerca de su comportamiento progresivamente errático. La frase de Pujia puede sonar autoindulgente pero no deja de señalar la conciencia del lugar que, para bien o mal, le es asignado al artista. Al fin y al cabo, las dificultades que encuentra para llevar adelante su ansiada muestra dejan en evidencia el desamparo en el que se encuentra respecto de su supuesto entorno. Alejado de los manejos y las transas del medio al que debería pertenecer, la película describe menos las andanzas de un campeón de la ética que las de un hombre que un día se da cuenta de que su vida transcurre casi en el destierro, de que opera en un mundo propio, sin relación ya con un exterior que se le vuelve ajeno e inesperadamente hostil. En un plano desolador se ve a Pujia que se deja caer abatido sobre una silla con las manos en la cara y prorrumpe en solitarios sollozos. Solo queda el arte, entonces, que es la mayoría de las veces incomprensible e inútil. La desmelenada confección de La muestra parece establecer su insobornable evanescencia así como la improcedencia esencial de toda tentación hermenéutica.
Orgullosamente plantada en su absurdo, conmovedor primitivismo, la película no ceja entonces en el empeño de invocar el carácter fantasmal e insuficiente de cualquier objeto artístico. Para el escultor Pujia el arte parece obrar como una especie de exorcismo a través del cual se conmina a los signos del pasado para que encuentren una urgente y desesperada actualización. La breve charla que mantiene con su mujer sobre la concepción de su obra Adagio (que la tiene como retratada y máxima inspiración) parece arrancar un fragmento del pasado que se agita primero como un espectro, para enseguida remitirse diligentemente a lo que de él queda en el presente: una contundente aunque melancólica materialidad expresada en la obra, el consuelo pálido de la escultura que viene a ofrecerse como exigua sustitución de lo perdido. En ese hermoso instante se advierte que La muestra (en su doble acepción que alude a la película y a la exhibición que se prepara de las obras del protagonista) podría no ser sino el esfuerzo estremecedor del artista de hurgar en un pasado que insiste en mostrarse estático, inconsolablemente lejano, para intentar recoger sus pedazos y ver si acaso se puede recuperar algo del calor de una experiencia ya casi olvidada.