La extranjera
Antes del amanecer una mujer rodeada de perros sale en busca de lo indispensable para su manutención. Ejecuta un conjunto de operaciones de aprovisionamiento. Es, en ese momento, una cazadora furtiva atenta a su entorno. Camina a través de matorrales y con una simple gomera liquida pájaros y con un palo y una pequeña red baja frutos de los árboles y con bidones y botellas junta agua de un río cercano. Lo que necesita para sobrevivir: alimento y diversas piezas –las que sean, las que sirvan- para robustecer su refugio. Vive, junto a sus perros, en una casucha endeble y precaria en medio de una espesa vegetación silvestre en las afueras de un pueblo. Un descampado –que linda con un asentamiento- funciona como frontera. Límite geográfico que evidenciará universos simbólicos opuestos.
En una primera toma, la cámara que registra los pasos de esta mujer se confundirá con la mirada de los perros que la siguen a todos partes. La mujer de los perros (2015), la notable película de Laura Citarella y Verónica Llinás, formula así el principio organizador de su trama. Hay allí, en esa marca inaugural, la cifra de una preocupación por sostener una perspectiva –una forma de ver el mundo- levemente enrarecida. Podríamos agregar: alienada.
Un punto de vista extranjero. El de una mujer afincada en un contexto inusual, escoltada por una manada de perros vagabundos. El film se propone contar su cotidianidad durante el devenir de las cuatro estaciones del año. Cómo subsiste en un escenario hostil. Cómo se las arregla en su intento por configurar un espacio de soberanía a partir del cual representarse aislada de los demás. Cómo permanecer ajena incluso al lenguaje. En ningún momento la mujer emitirá palabra alguna, tan solo contemplará con lejana extrañeza su alrededor. Cuando quiera o necesite algo de algún otro, le alcanzará con gestos breves y concretos. El resto será silencio. No carga siquiera con un nombre. Será simplemente “la mujer de los perros”. Se le acercarán para agredirla. Su extranjería provocará en los otros una risa burlona, el malicioso gaste. Pero ella se defenderá de las agresiones, cuidará cada vez su dominio. Sus excursiones al pueblo serán esporádicas. A partir de excusas –por ejemplo, su delicada salud- cruzará fugazmente la frontera y, como un fantasma que deambula sin ser visto, paseará por sus calles pobladas, ya extrañas.
Un acierto –entre muchos otros- del film de Citarella y Llinás: en ningún momento el film exhibirá el motivo por el cual la mujer decidió expatriarse; alejarse de la sociedad y prescindir de ella. No hay señales de un pasado que justifique su comportamiento. Las razones no importan, no importa demasiado el sentido. Como tampoco importan –porque sobran- las palabras. Lo que aquí importa son las imágenes. Su propio gesto. Aquello que las imágenes del cine pueden llegar a revelarnos a partir de la sugerencia de su expansión. La mujer de los perros conquista así un territorio desconocido. El cotidiano devenir de una mujer desligada de su medio habitual de pertenencia, de su presunta realidad originaria, promoverá una oportunidad inaudita: la configuración de otra realidad. Otro punto de vista capaz de suscitar nuevas imágenes –pensamientos, preguntas-. Como un poema. O como lo que un poema puede forjar: la sonrisa ante el preciso instante en que un día recién comienza o que se dispone, después de su fatigante algarabía, terminar.