Los críticos coinciden en su caracterización: se trata de “una película contemplativa que responde a algunos parámetros clásicos del Nuevo Cine Argentino”, tal como señala Diego Lerer. Es decir, “una suerte de regreso a ciertas fuentes seminales de ese Nuevo Cine Argentino que asomaba en las primeras ediciones del Bafici”, al decir de Diego Brodersen, quien se apresura a aclarar que “no se trata de una mera imitación y mucho menos de una postura reaccionaria” ya que no cae “nunca en el pintoresquismo, el patetismo o el cinismo de la falsa observación objetiva”. Sin embargo, si bien el NCA se constituyó como tal contra el costumbrismo y el sentimentalismo, de algún modo terminó reconfigurándolos, precisamente a través de cierto distanciado observacionalismo. Todo eso es perceptible en La mujer de los perros (así como en El cielo el centauro, la película de apertura, se pudo apreciar su contracara: el agotamiento de un modelo epigonal abstraído en su formalismo). Digamos, entonces, que el problema no es tanto el “cinismo” en su habitual acepción (en línea con el desencanto posmoderno), sino la curiosa inconsecuencia con su sentido antiguo, al que la película menta desde su título.
“La mujer sobrevive a las inclemencias del tiempo a lo largo de las estaciones sin deberle nada a nadie”, tal como describe Lerer. Y señala Brodersen: “Que la falsa soledad de esa mujer (que, tal vez, haya elegido vivir de esa manera y en esa compañía) resulte luego de un tiempo lo más normal del mundo es un gran mérito de la película, a tal punto que en las pocas instancias en que debe entablar contacto con la ‘civilización’, hay una suerte de sentimiento de extrañeza, casi de no pertenencia.” Esa lectura que la película propone es precisamente la opuesta a la que se desprende de la referencia a la escuela “cínica”: los hombres que gustaban llamarse “perros” no se proponían una vuelta a la naturaleza, sino repudiar las convenciones de la sociedad de su tiempo, practicando la anaideia (provocación). Se trata de una confrontación con su propia comunidad, no con la prescindencia individualista de ella. Como recuerda Michel Onfray, “el cínico poseé del perro la virtud de cuidar a su prójimo”.
Por eso mismo es problemático pensar que “lo genial del film estriba en la relación simétrica y no lingüística que se establece entre la mujer y sus animales”, como dice Roger Koza en este mismo blog. La mudez del personaje no tiene nada que ver con la verborrágica parresía (franqueza) de los antiguos cínicos, sino más bien con “a cliched feature of global art-cinema”, tal como advierte la crítica de Hollywood Reporter (que sin embargo deja fuera de esa acusación a La mujer de los perros). Y esa mudez se traslada una vez más el personaje a la historia: “los motivos por los que está sola y su pasado permanecen en un radical fuera de campo”. Por el contrario, en Sin techo ni ley (una película que también se convierte en otra referencia no explicitada por los críticos, a treinta años de su estreno), Agnes Varda no idealizaba las relaciones “naturales” de la mujer sin peros, sino que antes bien se concentraba en las reacciones de los otros frente a esa radicalidad. Ese cinismo bien entendido estaba patente desde el comienzo: Sin techo ni ley comenzaba con el cadáver congelado de su protagonista, lejano a cualquier redención por la belleza. La mujer de los perros cierra con un plano paisajístico que bajo su homenaje a Kiarostami rinde más tributo al doble final hollywoodense y su resucitación de los muertos.
Ese plano general sostenido como final es (además de “una marca registrada de la directora” ya en Ostende), la huella del observacionalismo que sostiene toda la puesta en escena. Como prescribe el manual del cineasta contemporáneo, el único pecado es juzgar. Pero ciertamente no es lo mismo la distancia impuesta por The Look of Silence (con su insoportable tensión brechtiana en un mundo de valores invertidos), que el de La mujer de los perros (que no nos pide compromiso alguno con su criatura, ni siquiera cuando cae). Se trata, en última instancia, de la distancia inconmensurable entre el documental y la ficción, que el cine contemporáneo juega a saltar. Pero no es ya el juego discreto del cine moderno, que asume la condición documental sin vampirizarla (como Sin techo ni ley, o –para no ir tan lejos ni hace tiempo– Mauro), sino todo lo contrario: se trata de construir objetos híbridos que sean consumidos como ficción sin hacerse cargo de las demandas de lo real. Pero tampoco en ese sentido se trata de que la apuesta de La mujer de los perros sea novedosa: como explicita Diego Lerer, se trata de una “especie de versión homeless y femenina del personaje de La libertad, el ya clásico de Lisandro Alonso”. Es decir, un modelo que ha dejado ya una vasta progenie, lejana de esa pretendida ingenuidad inicial.
Antes de dirigir, Laura Citarella fue reconocida como la esforzada productora de Historias extraordinarias, y esa laboriosidad se nota en cada detalle de La mujer de los perros. La construcción minuciosa del verosímil, la paciente espera de las estaciones, la economía en el aprovechar cada circunstancia como parte de la ficción. Se trata de un notorio dispositivo de producción, que demuestra como el cine puede ser aprendido y aplicado a la fabricación de objetos estéticos consustanciados con su Zeitgeist, más allá de sus valores estéticos. En ese sentido, discutir si La mujer de los perros es una “buena” película (o más aun, “la confirmación absoluta del talento de su directora”) tal vez no tenga mucho sentido: lo inexcusable debiera ser discutir los modos en que esos enunciados (y objetos) son comprendidos, en un momento en que hasta la provocación se ha hecho parte del sistema. Es decir, proponer una crítica cínica en el mejor sentido de la palabra.
Posdata: Por esas curiosas casualidades que no lo son tanto, buscando en internet críticas de la película encuentro un libro llamado La mujer de los perros. Se trata de una biografía de Ingrid Olderock, que supo ser una temida agente de la DINA. Era entrenadora de perros, y los había transformado en instrumento de tortura dentro de un centro de detención llamado “La Venda Sexy”. Un personaje para Roberto Bolaño o Joshua Oppenheimer, poco apto para la pureza observacional.