La nueva película de Citarella y Llinás no es otra cosa que la descripción de un sentimiento poco aprehensible, no menos que los sentimientos de reparo que surgen de la interacción de los hombres con los animales.
El desamparo no es un tema entre otros. A veces se lo confunde con la soledad, un sentimiento vecino, pero no necesariamente yuxtapuesto. Películas sobre solitarios hay bastantes, pero las películas sobre el desamparo no son muchas. Digamos que La mujer de los perros es principalmente una película sobre ese sentimiento tan peculiar por el que alguien ya no se siente ni siquiera un miembro legítimo entre los de su especie. Un observador distanciado, una entidad sin contenido, un fantasma con cuerpo. El desamparado es aquel que ha renunciado, por razones que a veces desconoce, al intento de ir al encuentro con otros. Algo pasó. Un día llegó a ser un desierto, una isla, un átomo. El desamparo es abismal.
La mujer de los perros también se ocupa de la conservación. Otro tema que tampoco se suele atender excepto en clave apocalíptica. Desde el inicio, el desenfoque de los planos iniciales intensifica la presión de los sonidos del ambiente. La naturaleza suena. Hay muchos perros y se divisa una figura humana. El paisaje borroso parece ser un bosque. De a poco se entiende: están recolectando los frutos de una cacería. Con trampas y ondas. La conservación unifica: todas las especies, para poder subsistir, deben procurarse el alimento y un hábitat.
La mujer vive en alguna zona aledaña del conurbano bonaerense, en esos paisajes en los que coexisten countries, zonas baldías y pequeñas ciudades. Ella, que no tiene nombre y va con más de 10 perros por todos lados, sobrevive en una choza, que va cambiando un poco según las estaciones. Si el desamparo es además físico y no sólo psíquico, las condiciones meteorológicas son decisivas. El frío es más que una sensación. La lluvia puede refrescar, pero inmoviliza.
Le debe haber requerido cierto esfuerzo a Verónica Llinás entender las coordenadas anímicas de su personaje, al que no se le concedió el habla. No ha dejado de ser un animal lingüístico, pero durante toda la película no emite ni siquiera una interjección. El desafío pasaba entonces por hablar con el cuerpo y trabajar sobre irregularidades del rostro, sobre movimientos mínimos faciales que produjeran un discurso afectivo eficiente. Se lo impuso a sí misma, porque la idea de la película fue suya y de su hermano (Mariano Llinás). El resultado es magnífico: siendo una actriz a la que nada mal le cae el histrionismo, verla en este papel silencioso es una sorpresa.
Llinás no está sola. Es cierto que ella es una de las directoras, pero no es la única. La otra firma es de Laura Citarella, y a juzgar por Ostende, su ópera prima, el estilo de aquel filme está presente en este. Indicios formales reconocibles: el desenfoque y principalmente la panorámica que tiene en sus dos películas una función narrativa, un uso de escala de plano que pocas veces trabaja en función del relato. En La mujer de los perros hay varios pasajes en los que se elige para narrar un plano de estas características. Uno de ellos, el plano final, en el que Citarella y Llinás volverán a trabajar sobre el suspenso de una situación a propósito de algo que sucede con la mujer. Esto, por cierto, también sucedía en Ostende: el plano de cierre de ese filme estaba concebido para mostrar un asesinato.
En La mujer de los perros la violencia es mínima. Un choque accidental entre dos motos durante una tarde en la que el pueblo se reúne a las orillas de un río para entretenerse; unos pibes jóvenes que tal vez no consiguen entender quién es esa mujer solitaria que va acompañada por muchos perros y entonces la catalogan de loca. La mujer reaccionará en cierto momento, de un modo casi infantil, pero nada que se acerque a un arranque de violencia extrema. La hipótesis de demencia, por otra parte, debe ser descartada de plano, pese a que todo corrimiento al margen de lo social no es inmune a ese deterioro psíquico que surge de no acoplarse del todo bien a lo real. Hay varios elementos que demuestran que el personaje mantiene su racionalidad en forma: la visita a una amiga, un turno en un hospital por motivos no del todo claros (y que incluye un momento de comicidad fina) y el encuentro peculiar con un gaucho. La única evidencia de una percepción alterada pasa por un instante de fiebre. Hay una fugaz alucinación que remite elegantemente a la infancia. Dura un segundo, y lo que se llega a ver en un primerísimo plano es suficiente para entender que la alucinación no es otra cosa que la expresión de un recuerdo de un tiempo pasado en el que, ante un estado de convalecencia, había alguien que la sostenía y cuidaba.
La contrapartida de ese tiempo en el que el desamparo es casi imposible, el tiempo de la infancia, es aquel momento en el que la mujer observa a un hombre que abandona a su perro. Es una escena de una tristeza seca, sin ningún apoyo sonoro que repique sobre el poder del abandono que la imagen sola logra transmitir. Es un instante de empatía directa en el que el desamparo del personaje se desdobla en ese perro viejo al que se lo deja en un bosque para que encuentre su muerte. Ella le dará amparo por un tiempo. Lo que sucede entre ese animal y la mujer es de otro orden. Hay una diferencia vincular entre ella y él, una suerte de alianza anímica que solamente el desamparado puede reconocer. Con los otros perros, simplemente conforma una comunidad, una especie de familia heterodoxa en la que los perros y la mujer viven sin una distinción de especie precisa. Lo que es evidente es que el vínculo entre la mujer y los perros poco tiene que ver con la modalidad de lo doméstico. El concepto de mascota brilla por su ausencia.
A esta altura es menester preguntarse por el pasado del personaje. De eso nada se dirá. Su perspicacia y algunas acciones sugieren algunas filiaciones sociales. El paso por una iglesia poco tiene que ver con el respeto que le suscita a un feligrés. Lo mismo sucede en otras tres instancias en las que el personaje elige robar objetos menores y algún que otro alimento. Por qué una persona elige o es obligada al abandono y a una vida signada por la supervivencia es algo que el filme prefiere no responder, quizás porque el esbozo de una respuesta, aunque sea abierta, lo hubiera obligado a incursionar en una dimensión más sociológica, incluso política. La preferencia es aquí poética y existencial, y es por eso que la confrontación entre el desamparo y lo social, el individuo librado a su propia suerte y la sociedad con sus leyes, no llega a producirse.
La tristeza del desamparado es ineludible, y La mujer de los perros no simula esa tristeza, que se impone amablemente sin pedir compasión alguna por sus testigos y que como tal, además, no miente. La paradoja es que a veces lo triste puede ser bello, y en eso, la película de Citarella y Llinás regala varias secuencias de una hermosura justa respecto del tema que la define. Bajo ningún modo embellece la desposesión, sino más bien se encuentra con breves momentos de belleza, atisbos, que suelen estar relegados solamente a la interacción entre los perros y esa mujer silenciosa. Son pasajes casi inadvertidos, apenas visibles, donde se adivina una comunión que nada tiene que ver con esa espantosa relación asimétrica que se establece entre el amo y las mascotas cuyas vidas administra.