Fe en el cine
En el 2006, Javier Rebollo despertaba el interés de la cinefilia en España con su primer largometraje, Lo que sé de Lola. Su apuesta, tan personal como aséptica, aparecía en el panorama como un soplo de aire fresco dentro de una pesada industria que parece empeñada en mantenerse alejada de una renovación ética y estética. Su nueva obra, La mujer sin piano (2009) viene a constatar el talento de este cineasta insobornable.
Ganadora del premio al mejor director en el Festival de San Sebastián, la cinta narra un día en la vida de Rosa (Carmen Machi). Sin embargo, el relato es lo de menos ya que pesan mucho más los ambientes y los silencios que la narración. El film, pues, juega en una liga que le uniría a autores como Jean-Luc Godard (Vivir su vida, 1962) o Apichatpong Weerasethakul (Syndromes and a Century, 2006), especialmente el de Blissfully yours (Sud sanaeha, 2002).
Rebollo construye una especie de partitura gracias a los sonidos del ambiente, a la música de los bares, las cafeterías y los restaurantes; al tic-tac de los relojes de la casa y a una melodía épica que parece dividir el periplo del personaje en tres actos y subrayar la búsqueda de una pasión. El cineasta aborda desde una original perspectiva el muy manido asunto del aburrimiento vital pero con la mirada de alguien que es capaz de lograr que se abracen las certezas y las dudas, lo real y lo soñado. Por ello, el vagar nocturno de Rosa tiene algo de misterioso agujero dentro del relato: ella descuelga un cuadro de un determinado simbolismo. Es el principio del viaje, de una nueva forma de hacer cine.
Su decisión podría parecer baladí, pero hace cambiar completamente la naturaleza del trabajo. De esta manera el autor rompe con unos primeros minutos narrativos que parecen sacados de una película de Eric Rohmer (Mi noche con Maud, 1969) sin diálogos para establecerse en la fina línea que delimita lo contemplativo y lo narrativo y remarcar la importancia de los pequeños gestos a la hora de cambiar el rumbo de una historia. Es como si tratara de encontrar motivos para asombrarse en una vida casi inerte expresada a través de una plana iluminación compuesta por pálidos colores.
El director busca con su cámara la emoción en los rostros y los gestos del día a día. Imagina cómo terminarán determinadas micro-historias que emergen de la aventura del personaje principal e, incluso, se permite el lujo de divagar con sus imágenes. Es la obra de alguien que sabe que conoce poco y cree en el cine como método de búsqueda. Su fe en este arte es enorme y le permite realizar un ejercicio muy puro capaz de hablar sólo con imágenes como pocos pueden en la industria española. Y, aunque no es una película fácil, se antoja muy importante para el cinéfilo más exigente que un film así llegue a la cartelera argentina.