Bajo una piel obsoleta La última película de Pedro Almodóvar llega con dos topicazos de la mano antes de su estreno. El primero es tildar de comedia ligera a un producto que, sin embargo, pretende hacer una radiografía de la situación actual de España. El segundo, relacionado con el anterior, consiste en aseverar que el manchego ha regresado a sus orígenes, lo cual resulta del todo imposible cuando se lleva veinte años viviendo entre la Jet-set. Los amantes pasajeros (2013) transcurre, prácticamente en su integridad, dentro de un avión que, debido a una avería, no deja de dar vueltas sobre territorio hispano sin llegar a ningún lugar. Una tesitura similar a la de un autor que parece palpar diferentes pasajes de la clase B y la comedia sin acabar de aterrizar en ninguno. Pero el problema no es que haya o no un punto de destino sino que el desatino es la tónica general en el interior de un metraje sin timing, risas u originalidad. La situación económica española, ésa que ha dejado al aire trece aeropuertos construidos que no son utilizados (en uno de ellos se llevó a cabo el rodaje), la tiranía impuesta por el bipartidismo o las pocas ganas de la población de revertir la solución (entre otras lindezas), parece erigirse como la piedra de toque de un Almodóvar (siempre convencido de la importancia social de los artistas) que responde con un mareante viaje sin fin en el que la clase turista está narcotizada mientras la Business revela, en el desconcierto, algunas de sus intimidades. No es la más lúcida de las metáforas, aunque se la podamos comprar. Ahora, es imposible dejar de pensar que todo tiene un tufo más cercano a la pataleta de quien se ha adscrito al 15-M desde su televisor que a la reflexión de un ciudadano medio con conocimiento de causa. Y no es la única vez que esto ocurre durante el metraje. Porque, al oír eso de que el responsable de Kika (1993) ha regresado a la locura de sus inicios uno no puede por menos que arquear la ceja viendo lo que tiene en pantalla. Lo que en el pasado era honestidad y sensibilidad del Madrid de los 80, hoy se ha vuelto un disparate gratuito. Todos los chistes escatológicos parecen de manivela y no hacen la más mínima gracia pues no salen del interior sino de la búsqueda desesperada por arrancar la carcajada. Y es que el cineasta manchego no ha tornado a sus raíces; muy al contrario, sigue con la tendencia mostrada en sus anteriores cintas, la de colocar a su universo diversas pieles que camuflen una indiscutible y triste realidad: que lleva veinte años subido al pedestal y sólo hace filmes para mantener su estatus de estrella. En este sentido, la nueva y cobarde epidermis sería la del dislate gay que pone de manifiesto, más que nunca, la falta de atrevimiento del creador puesto que es la primera vez que su alocada verborrea está en boca de hombres y no de mujeres en una época en la que el amaneramiento difícilmente epata. Almodóvar, completamente despistado, quiere ‘reivindicar la pluma’ (dixit) lo que deja claro, por un lado, el engaño dentro de un trabajo, en teoría, sin pretensiones y, por otro, su condición de obra obsoleta ya que en un país en el que cada año se celebra el orgullo gay (con toda la parafernalia de turno en sus correspondientes carrozas) estos propósitos no hacen ni cosquillas. O sea que nuestro director más internacional (que dirían los cursis) lleva demasiado tiempo alejado del presente como para entender que la relación del mundo homosexual con el resto de la sociedad ha cambiado y que, ahora, debe dar el siguiente paso. Y es que dos décadas de ombliguismo no se pueden obviar aunque uno quiera. Quizás sea mejor que Almodóvar se dedique a retratar su universo puesto que el del común de los mortales le queda ya muy lejos. Mejor aún, que aparque las pieles y haga, de una vez por todas, su película más cruda, sincera y despojada. The Master (2012) o Operación Skyfall (Skyfall, 2012) nos han demostrado que el psicoanálisis cinematográfico es una excelente herramienta para abrir nuevas puertas. Es sólo una idea.
Jugar a ser Tarkovsky Los primeros minutos de Elena (Елена, 2011) van a dejarnos bien claro que estamos ante una obra engañosa: tras un plano fijo e hipnótico de larga duración y de naturaleza documental, la cámara se sumerge dentro de una casa para seguir filmando imágenes estáticas que se sitúan entre lo contemplativo y lo narrativo. Sin embargo, y a continuación, un travelling se acerca al personaje principal que se está acicalando y la pregunta surge: ¿Por qué una decisión narrativa en un ejercicio de dispositivo descriptivo? No parece tener demasiado sentido pretender representar o captar determinados ambientes si luego lo realmente importante en la película resulta ser un trillado dramón sobre los problemas de una familia pequeño-burguesa (sin duda, uno de los grandes males del cine actual que intenta hacer cuentas con el presente a través de sus historias comunes lastradas por una evidente falta de originalidad). Andrey Zvyagintsev (El regreso, 2003) parece no enterarse de que la mejor forma de llegar a la contemporaneidad es deformarla de algún modo. Puede ser hasta extremos irreconocibles, como Ulrich Seidl (Paradise: Faith, 2012), o a través de la ligereza, el humor y la falta de dramatismo, como Hong Sang-soo (Turning Gate, 2002) por poner dos ejemplos. Lo que desde luego no funciona es la mímesis de nuestro día a día, y mucho menos pasado por el filtro del dramatismo (el uso de la música no diegética en esta cinta es lamentable). Pero más grave aún es tratar de generar una sensación de sobriedad, densidad y complejidad a través de una realización y una puesta en escena ‘tarkovskiana’. Y es que el responsable de Sacrificio (Offret, 1986) ha dejado un enorme poso en la creación contemporánea aunque, a su vez, un montón de malos imitadores. Zvyagintsev es uno de ellos porque es incapaz de comprender el sentido del mecanismo del más grande autor ruso de los últimos 50 años. Cuando Tarkovsky filma un plano estático que se perpetúa en el metraje busca ‘esculpir su escena’ usando el tiempo como cincel. Y cuando decide mover la cámara, va hacia el misterio, no la desplaza para contarnos como un niño juega a la videoconsola o una señora se levanta de la cama. No se puede hacer un travelling para rodar semejantes banalidades. El resultado sólo puede ser una película previsible y aburrida, que presenta lo cotidiano entre lo anodino y lo excesivamente dramático, que no encuentra el timing en una narración que tampoco sabe situarse entre lo contado y lo contemplado. Una cinta cuyo director juega a ser Tarkovsky sin entender su poética.
Filmar la inmortalidad Alexander Sokurov cierra su tetralogía del poder formada por Moloch (1999), centrada en Hitler; Taurus (2001), sobre la figura de Lenin y El Sol (Solntse, 2005), levantada alrededor de Hirohito, con Fausto (Faust, 2011), una versión libre de la obra de Goethe que entronca perfectamente con los anteriores títulos en su lúcida e hipnótica mirada al bien, el mal y la debilidad humana. Ganadora del León de Oro en Venecia, esta nueva joya del mejor cineasta ruso de los últimos veinte años narra la melancólica existencia de un científico entregado a su profesión pero alejado del contacto con los demás. Su vocación ha terminado por recluirle en su laboratorio y su pesadumbre es la de aquel que no ha querido jamás. Porque de eso va Fausto, de la eternidad del amor, de su abstracta naturaleza y de la imposibilidad de contarlo, lo que le liga a otros grandes ejercicios del momento como El árbol de la vida (Tree of Life, 2011) o Holy Motors (2012), obsesionados, igualmente, con el retrato de un mundo hecho añicos y la búsqueda desesperada de nuestro corazón para reivindicar la condición humana antes del fin de todas las cosas. Con este objetivo, Sokurov se consagra en cuerpo y alma a una realización en la que es capaz de utilizar casi todos los recursos del cine. Su confianza es enorme y se la juega a cada paso con un magistral uso de la voz en off, una fotografía quemada y difusa y la aberración de los planos y su desenfoque. Todo en pos de una experiencia sensorial que evoque nuestro universo, en permanente descomposición. También opta por el formato 1:33 (defendido por Eric Rohmer como la auténtica medida cinematográfica) con el propósito de humanizar una película extremadamente física: la cinta abre con el plano de un pene flácido perteneciente a un cadáver sobre el que se está practicando una autopsia. Así, la decrepitud, la muerte, la caducidad de la carne y, sobre todo, la búsqueda de algo que trascienda la vida terrenal, entran en juego desde el principio del metraje. Un elecouente y deprimente territorio donde los protagonistas (excelentemente interpretados) son representados en ocasiones casi como niños en fragmentos que, estéticamente, pueden recordar a los Caprichos de Goya o a algunos paisajes de Caspar David Friedrich. Todo en un film que narra y contempla a la vez, donde el creador es portador de una voz muy personal presente en cada movimiento de cámara, en el excelente uso del montaje, en cada rima audiovisual (ese cuerpo asqueroso de Mefisto). Y es que Sokurov se ha volcado sobre la obra de Goethe no sólo para reclamar la palabra en el cine cuando ésta ha dejado de significar [lo que le lleva a hacerse las preguntas más elementales (¿qué une a un hombre y a una mujer?)], sino, también, para reflexionar sobre el miedo como el mayor enemigo a la hora de vivir, para rodar los ritos ancestrales de la muerte captando su esencia (tan vieja como la propia existencia), para explorar los límites de la ciencia y la imposibilidad de ser Dios y para reflejar, finalmente, la locura, no del amor sino, mucho más inteligente, de la vida sin ÉL pues ÉL es nuestra única razón de ser. Y sí, como pasa habitualmente con el director ruso, su trabajo tiene algunas lagunas narrativas, es claramente irregular, pero, en el peor de los casos es muy interesante, en el mejor, sencillamente espectacular y, por lo general, magnífico y apasionante. Porque hay conceptos que nunca dejan de ser actuales, que viven por siempre en los textos escritos a lo largo de la historia de la humanidad y ahí está Sokurov, como el gran cineasta/humanista que es, para dar voz a esta realidad a través de sus vivísimas imágenes.
Fe en el cine En el 2006, Javier Rebollo despertaba el interés de la cinefilia en España con su primer largometraje, Lo que sé de Lola. Su apuesta, tan personal como aséptica, aparecía en el panorama como un soplo de aire fresco dentro de una pesada industria que parece empeñada en mantenerse alejada de una renovación ética y estética. Su nueva obra, La mujer sin piano (2009) viene a constatar el talento de este cineasta insobornable. Ganadora del premio al mejor director en el Festival de San Sebastián, la cinta narra un día en la vida de Rosa (Carmen Machi). Sin embargo, el relato es lo de menos ya que pesan mucho más los ambientes y los silencios que la narración. El film, pues, juega en una liga que le uniría a autores como Jean-Luc Godard (Vivir su vida, 1962) o Apichatpong Weerasethakul (Syndromes and a Century, 2006), especialmente el de Blissfully yours (Sud sanaeha, 2002). Rebollo construye una especie de partitura gracias a los sonidos del ambiente, a la música de los bares, las cafeterías y los restaurantes; al tic-tac de los relojes de la casa y a una melodía épica que parece dividir el periplo del personaje en tres actos y subrayar la búsqueda de una pasión. El cineasta aborda desde una original perspectiva el muy manido asunto del aburrimiento vital pero con la mirada de alguien que es capaz de lograr que se abracen las certezas y las dudas, lo real y lo soñado. Por ello, el vagar nocturno de Rosa tiene algo de misterioso agujero dentro del relato: ella descuelga un cuadro de un determinado simbolismo. Es el principio del viaje, de una nueva forma de hacer cine. Su decisión podría parecer baladí, pero hace cambiar completamente la naturaleza del trabajo. De esta manera el autor rompe con unos primeros minutos narrativos que parecen sacados de una película de Eric Rohmer (Mi noche con Maud, 1969) sin diálogos para establecerse en la fina línea que delimita lo contemplativo y lo narrativo y remarcar la importancia de los pequeños gestos a la hora de cambiar el rumbo de una historia. Es como si tratara de encontrar motivos para asombrarse en una vida casi inerte expresada a través de una plana iluminación compuesta por pálidos colores. El director busca con su cámara la emoción en los rostros y los gestos del día a día. Imagina cómo terminarán determinadas micro-historias que emergen de la aventura del personaje principal e, incluso, se permite el lujo de divagar con sus imágenes. Es la obra de alguien que sabe que conoce poco y cree en el cine como método de búsqueda. Su fe en este arte es enorme y le permite realizar un ejercicio muy puro capaz de hablar sólo con imágenes como pocos pueden en la industria española. Y, aunque no es una película fácil, se antoja muy importante para el cinéfilo más exigente que un film así llegue a la cartelera argentina.
Expresión de lo inefable Poesía para el alma (Poetry, 2010) fue una de las más notables películas del festival de Cannes del año pasado en el que ganó, de forma merecida, el premio al mejor guión por un trabajo sin fisuras. A su vez, la última película de Lee Chang-dong (Sol secreto, 2007), viene a confirmar una inobjetable madurez como cineasta de su autor. El film se centra en el día a día de Mija (Yun Junghee), una anciana que vive con su nieto en una pequeña ciudad coreana y que, a pesar de su edad, mantiene viva la ilusión por el descubrimiento y la iniciación en la vida. Esta cualidad le lleva a asistir a cursos de poesía en la casa de la cultura de su barrio y a escribir su primer poema en busca de una belleza que cree que se le escapa. Sobre estos pilares narrativos, Lee Chang-dong despliega su talento en la escritura para bordar un guión lleno de matices, capaz de eludir constantemente la obviedad. Viendo la película y reflexionando sobre el texto, podemos hacernos una idea del enorme trabajo que hay en la confección de los personajes que pueblan una trama tan compleja y bien construida como perfectamente desarrollada. Mija, en una interpretación prodigiosa de Yun Junghee que le debió valer el premio ex a quo en Cannes junto a la Juliette Binoche de Copia certificada (Copie Conforme, 2010), decide apuntarse a clases de poesía para tratar de conocer lo realmente sustancial de la vida. Lo invisible a través de lo visible. Auténtico desiderátum del cine formulado en su día por Robert Bresson (El carterista, 1959). Pero, a diferencia de la gran mayoría de autores contemporáneos, esta extravagante heroína, se desespera cuando su mirada se queda en la superficie y trata de ir más allá. Un terrible y sórdido suceso la introducirá en una espiral de sentimientos difíciles de asimilar, inefables, que harán brotar de su alma las más complejas preguntas: ¿qué hacer cuando lo justo no es lo más cómodo?, ¿cómo sobrellevar el dolor?, ¿dónde está la felicidad en un mundo que, frente a una desidia y violencia salvajes, se queda sin palabras (expresado de forma ejemplar en el problema médico de la protagonista)? Podría parecer que el director ha encontrado en las clases de poesía una excusa barata para tratar todos estos asuntos, que impone una pueril visión sobre la sociedad contemporánea y su juventud, o que es otro más que trafica con la sobada idea de ‘la belleza del horror’. Nada de eso. La maestría de Lee Chang-dong es tal que consigue hacer de un material con el que otros muchos creadores se hubieran estrellado, un reflejo de la propia vida y una honda reflexión acerca de cómo el arte (poesía, cine) es capaz de sondar algunos de los sentimientos más recónditos de la naturaleza humana. Así, secuencias como el diálogo del personaje principal con una campesina o la llegada final de la policía a la residencia de Mija, se erigen como muestras de un cine de enorme calado lírico en las que el realizador surcoreano exhibe lo gran cineasta que ha llegado a ser. Su puesta en escena, que jamás dirige la mirada del espectador hacia ninguna lectura moralista, es tan sencilla y luminosa como magistral. Por ello es una pena que el final sea algo confuso y simplón en su significado. Lo que no quita para que Poesía para el alma sea de lo mejor que se vaya a estrenar este año en Argentina.
Sin amor al texto La última película de Bertrand Tavernier (La vida y nada más, 1989) es una absoluta decepción. El que otrora entregara filmes tan potentes como Todo comienza hoy (Ça commence aujourd'hui, 1999) o Alrededor de la medianoche (Autour de minuit, 1986) se atreve con una novela de Madame de La Fayette (La Princesa de Cléves, 1678) pero es incapaz de otorgarle alma a una película que es pura desgana desde el primer fotograma al último. La princesa de Montpensier (La princesse de Montpensier, 2010) narra el amor imposible de la susodicha dama (Mélanie Thierry) con el joven Duque de Guise (Gaspard Ulliel) en el contexto de las guerras de religión entre católicos y protestantes en la Francia del siglo XVI. La obra encuentra similitudes con otras películas de época tan estimulantes aunque diferentes entre sí como La duquesa de Langeais (Ne touchez pas la hache, 2007) o María Antonieta (Marie-Antoinette, 2006), pero donde había arrojo y conocimiento de causa en éstas, aquí sólo existe un academicismo que sepulta el film hasta lo rutinario. El cineasta se pliega en exceso a un guión que parece salido de un mal telefilm. Los diálogos son tan previsibles como manidos y las situaciones en las que se supone que debe explotar la tensión dramática, risibles. El elenco actoral no sabe cómo levantar unos personajes que parecen de cartón. Y es que, Tavernier debió interpretar el texto más libremente, sin ponerse ataduras ni querer entregar una obra fácil para el gran público como hace, por ejemplo, Terrence Malick en la impagable El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). Las escenas íntimas constan de demasiados planos (en general, primeros planos) que explicitan situaciones tensas o sentimientos de los personajes que hubieran quedado mejor velados. El miedo a mantener una toma larga y salirse (aunque sea mínimamente) del cine narrativo, tira por tierra algunas secuencias que, en sí, contienen una violencia innata que es despreciada por el realizador. Sin embargo, es lo mejor de un film en el que las batallas parecen de mentira aunando filmaciones en grúa gratuitas con sentencias grandilocuentes o diálogos cotidianos. Valga como ejemplo una escena en la que a la protagonista, en un desnudo integral, es aseada por sus asistentes antes de tener sexo. Bertrand Tavernier precisa de un plano de la cara del padre que es casi pornográfico. Una escena similar en la película de Sofia Coppola es un ejemplo de pudor e inteligencia que bien podría estar hablando de la falta de privacidad de las celebridades de hoy día. Es, por tanto, una cuestión de mirada, de saber imprimir un punto de vista moderno y actual, pero para eso, es necesario tener claro qué obra se pretende entregar y esto no es posible si desde un principio no se ama el material con que se trabaja.
Ante el simulacro del gran cine No se puede afirmar que el panorama cinematográfico italiano actual sea digno de halago. Se trata, en su gran mayoría, de películas sobre la familia, la falta de afecto o la soledad, pero que tocan el tema de manera superficial. Una nueva muestra de ello es El amante (Io sono l’amore, 2009), que no pasa de ser un pretendido trabajo de estilo y autoría en la que su director, Luca Guadagnino (Melissa P., 2005), evoca sin acierto a Luchino Visconti y aglutina sin emocionar clichés de lo triste y lo melancólico. El film arranca con una larga escena en la que se nos muestra una ostentosa cena familiar para celebrar el cumpleaños del abuelo de la casa. Como si de una versión contemporánea de la aristocracia presentada de forma sublime por el director de El gatopardo (Il Gattopardo, 1963) se tratara, Guadagnino filma con respeto y elegancia a los comensales y también lo que ocurre entre fogones. El problema es que su puesta en secuencia no es tan compleja como la de su maestro y no puede recoger los matices y la densidad que lograra éste otrora. No obstante, su inicio no es tampoco reprochable en exceso. El gran contratiempo sobreviene pasado este arranque, justo cuando la cámara abandona la casa para mostrarnos las calles de Milán y el deambular de Emma (Tilda Swinton) a través de éstas. Más allá de que las ganas de enseñar la desidia de un determinado personaje y su aburrimiento vital sea a estas alturas un tópico para el que no ha encontrado este tipo de cine soluciones, es muy triste ser testigo de cómo las elecciones narrativas y estéticas del cineasta lastran cualquier atisbo de lograr emociones y de arriesgar en el plano artístico. Un excelente ejemplo lo encontramos en un sueño de la protagonista que entra a empellones dentro del relato al ya cansino y sobado ritmo que marca el videoarte. Mientras que en trabajos superlativos como Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, 2009), El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001) o El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) (Lung Boonmee raluek chat, 2010), un recuerdo es una ventana a otro mundo, a un misterio y, finalmente, una puerta abierta a narraciones paralelas, aquí nos encontramos con un fútil y revenido intento de mostrar las debilidades psicológicas de la protagonista. El amante es, pues, una película profundamente conservadora en sus formas que, sin embargo, pretende elaborar un discurso formal valiente, moderno y reflexivo. Nada más alejado de la realidad. Nada más lejos de Copia certificada (Copie Conforme, 2010), por ejemplo. No obstante, son bastantes los críticos que se han rendido a ella y es entonces cuando surge la pregunta: ¿Es posible que no sólo el cine mediterráneo sino también el arte de entenderlo haya caído en un notable conservadurismo?
Pequeñas nuevas obsesiones Volvía Woody Allen a Nueva York con Que la cosa funcione (Whatever Works, 2009) y no fueron pocas las voces que aseguraron su adiós definitivo a Europa. Sin embargo, y más allá de que este mismo año estrene Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), las claves de este puntual regreso nos las da la propia película. Y es que, a la vista de las imágenes del film, se diría que Allen está de vuelta para ajustar cuentas con la administración Bush, la derecha más recalcitrante y los fanatismos religiosos. Y lo cierto es que, aunque la postura del director no es ni original ni objetiva; más allá de que nos deje algún detalle poco sutil (la figura en primer plano del muñeco de cera de George W. Bush) o que en alguna reflexión a la cinta le falte profundidad y se quede en las meras ganas de polemizar (en especial acerca de los matrimonios no convencionales), ésta funciona. Para ello, el director americano vuelve a cargar el peso de la trama sobre un personaje que trabaja como su álter ego: Boris es un neoyorquino para el cual, el sexo, la inestabilidad en las relaciones de pareja, la suerte o la muerte se presentan una vez más como la tierra sobre la que abonar sus grandes dudas existenciales. Sin embargo, esta vez, a parte de las citadas obsesiones, el protagonista adolece de una misantropía muy marcada que comulga con el tono general (bastante destroyer) del film y que, si tenemos en cuenta los tintes políticos de la misma, puede hacernos imaginar porqué el autor ha decidido colocarse detrás de la cámara para dejar su sitio al guionista Larry David (Seinfield, 1989-1998) en el papel de actor principal. La política, pues, se torna más material que nunca en la obra del norteamericano en este nuevo trabajo para erigirse finalmente como una marcada disonancia dentro de su filmografía. Sin embargo no es la única en la cinta. Si atendemos a la condición social de Boris, veremos que no pertenece a la clase media alta a la que suelen estar vinculados los “Sujetos Allen”. Parece que el autor quisiera hacer un guiño a la América más desfavorecida, pero todo ello resulta postizo. Y es lógico: el neoyorquino es un hombre en cuya obra las grandes metas siempre han tenido que ver con el éxito. Su pensamiento, paradójicamente, tiene que ver más con la posición social que adquiere finalmente Melody, el personaje interpretado por Evan Rachel Wood (El luchador, 2009), que con la de su álter ego. Y, quizás por ello, el happy end de la cinta, a pesar de sus buenas intenciones y su capacidad para conmover por la actualidad de su reflexión, surge ciertamente forzado, simple y moralista. A pesar de todo, las susodichas cavilaciones políticas y actuales, esas que parecen haberle obligado al autor a volver a Nueva York, asoman como los asuntos más enjundiosos y originales de un film que se pierde en ocasiones en las sobadas pasiones de uno de esos guiones que parecen salirle casi sin querer, pero en el que se echa de menos la alegría de sus primeros años. No obstante, el paso del tiempo también nos revela una madurez en el cineasta a la hora de filmar los interiores y los exteriores neoyorquinos, alejados, por fin, de la belleza de postal tan habitual de sus primeros trabajos. Y es precisamente en esos espacios donde la obra nos regala algunos momentos de emoción genuina, como, por ejemplo, la secuencia en la que Melody sale por la noche con unos amigos y Boris se encuentra solo en su casa donde, en el silencio, parece descubrir la necesidad humana de la relación. Son estas escenas (junto con las nuevas obsesiones antes esbozadas) lo más relevante de un film, a priori, destinado al consumo rápido del fan.
La sombra de Pixar es alargada El cine de animación vive una etapa dorada de la mano de Pixar. Su capacidad para convocar a un público de diversas edades ante un espectáculo cinematográfico es frecuentemente mal interpretado por otras compañías que tan solo tienen ojos para ver sus enormes beneficios y no el trabajo de fondo desempeñado por los socios de Disney. Ése parece ser el caso de Gnomeo y Julieta (Gnomeo & Juliet, 2011), una película que toma como inspiración la famosa creación de Shakespeare para intentar (sin éxito) darle la vuelta. En esta ocasión la archiconocida historia de amor es protagonizada por enanos de jardín que viven en vecindarios diferentes con la correspondiente ración de odios y disputas entre ellos. La transposición entre la familia en la obra de teatro y los vecinos en esta versión cinematográfica se presenta casi como el único atrevimiento de una película sin pretensiones artísticas ni subversivas. Y es que el nuevo cine de animación se equivoca al tomar constantemente como referente los productos Pixar sin percatarse de que el verdadero triunfo de estos radica, precisamente, en su forma de asimilar el cine narrativo norteamericano, en el hecho de que se deben principalmente a unos depurados guiones y a un lenguaje de corte incuestionablemente clásico. Gnomeo y Julieta tan solo se centra en la animación (que es muy buena) y en explotar al máximo el 3D en escenas que son absolutamente prescindibles tanto para comprender la historia como para el desarrollo de personajes. Mientras que una fuga en Toy Story 3 (2010) es un homenaje y una revisión del cine carcelario estadounidense, aquí, el meloso e hipertrofiado encuentro entre los protagonistas es la gratuidad absoluta rayana en lo pomposo y cursi hasta lo vergonzoso. A su vez, esta pieza no tiene problemas en tomar (o más bien robar) sin pudor alguno a la susodicha joya para simplificar su potencia y buscar a los más pequeños de la casa en pos de hacer dinero. Es una lástima ver como los de John Lasseter son capaces de jugar con lo inverosímil (ratas que cocinan, robots con sentimientos, juguetes que tienen vida propia) para voltear lo convencional y hablar de lo humano mientras que otros se aprovechan de sus logros para lucrarse. Sin embargo, más allá de lo bochornoso de algunas escenas y de la puerilidad de la propuesta, a Gnomeo y Julieta hay que reconocerle un dinamismo sustentado, casi en su totalidad, en una gran animación y una potente banda sonora con revisiones de temas de Elton John que proporciona un indudable entretenimiento. Película, pues, sin sorpresas, de planteamiento engañosamente original, que asume su rol de cinta a la sombra de Pixar y de desarrollo tan infantil como predecible. La última propuesta de Disney confirma que los que fueron antaño el referente de la animación hoy no son nadie sin los creadores de WALL•E (2008).
Terror miope El éxito de Los otros (2001) provocó una eclosión de películas de terror en las carteleras españolas a comienzos de la pasada década. Ese movimiento, si bien es cierto que a mediados de la misma se apagó en gran medida, nunca dejó de estar latente. Tan solo necesitó una leve vuelta de tuerca (El Orfanato, 2007) para recobrar el éxito de público, único motivo por el cual se siguen gestando estos productos dentro de la industria con dinero público. La trama (y sobre todo los componentes) de Los ojos de Julia (2010) bien pueden remitir a algún título del giallo: Julia (Belén Rueda) vuelve a Bellevue con su marido para visitar a su hermana, casi ciega por una enfermedad degenerativa de la que intentó operarse sin éxito. Al llegar descubren que se ha suicidado. A partir de ahí, la película se transforma en un thriller academicista de argumento manido que cuenta con la baza de la tara de Julia como elemento útil a la hora de ejercer rupturas en el metraje. Sin embargo, esos lazos que podrían ligarla con el susodicho género italiano nunca terminan de aflorar por la falta de arrojo del director. La cinta también puede evocar a Bailarina en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000) tanto por la ceguera de la protagonista como por el formato de drama de sobremesa. Pero si en la obra de Lars Von Trier esta condición era asumida por el danés y usada para crear un insólito musical, aquí, Guillem Morales (El habitante incierto, 2005), máximo responsable de la cinta, parece tomarse demasiado en serio un guión tan mal escrito como de argumento risible. Y si creemos impostados los recursos del giallo y la excesiva condición dramática del film, tampoco podemos pensar que los continuos desenfoques, la oscuridad y la música armoniosa presentes en muchas de sus imágenes y que recuerdan a El Camino de los Sueños (Mulholland Drive, 2001), la obra maestra de David Lynch, surjan de forma sincera. Y es que, si allí éramos testigos de una muestra luminosa de cine onírico, aquí nos encontramos con el puro despropósito y el efectismo barato. Aun así, los mayores problemas de la cinta (y no son pocos los provocados por la falta de valor de un creador con miedo a molestar al espectador más conservador) residen en un guión de construcción atropellada al que se le ve el ‘mecanismo’: no hay naturalidad en los diálogos ni en las secuencias. Todas ellas parecen prefabricadas, descendientes conscientes (y sin vergüenza) de la obra de Alejandro Amenábar y en busca del susto fácil que atraiga al mayor número de personas a la sala y mantenga a los que han pagado la entrada clavados en la butaca. No obstante se antoja ciertamente difícil pensar que cualquier cinéfilo avezado no se aburra con semejante producto, que no piense que le están tomando el pelo a cada minuto y que los creadores de la fórmula tan sólo estén buscando su dinero.