Un día histórico desde los márgenes
El mismo día que los líderes de Europa convalidaban la invasión estadounidense a Irak, una mujer madrileña cambia radicalmente su destino llevada por su malestar, y se adentra en una zona desconocida de la ciudad, en un film intimista.
Merecedora de la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián del 2009, La mujer sin piano de Javier Rebollo, cuya ópera prima, Lo que sé de Lola (actualmente en DVD) sólo se dio a conocer en Capital, transcurre a lo largo de un día, ese día en el que se ha fijado un temible encuentro, según informan los medios periodísticos, entre George Bush, José María Aznar y Tony Blair para establecer las líneas estratégicas respectos de la invasión a Irak.
A lo largo de ese día, de esa noche, de la madrugada siguiente, seguimos muy de cerca a su protagonista, Rosa, una mujer de muy avanzada mediana edad, esteticienne, depiladora, para ser más precisos, que vive una rutinaria existencia junto a su marido; taxista, atento a él, a ese plato de comida que espera humeante todos los días. Entre los diálogos banales de sus clientas, el zapping televisivo, el tedio marital, transcurre la existencia de esta mujer que ahora se ve asaltada por un constante zumbido, algo que la ha llevado a consultar profesionales quienes han indicado diferentes diagnósticos y formas de tratamiento. La subjetivización de la mirada y de la escucha, que organizan el film, nos lleva en más de una oportunidad a padecer, junto a la protagonista, este continuo malestar.
Film inusual, que guarda correspondencia con su obra anterior, La mujer sin piano, según declaraciones del propio realizador surgió a partir de una imagen, "la de una mujer cargando una valija pesada, de madrugada, por las calles de Madrid, haciendo equilibrio sobre sus tacos". Fue esta imagen que lo sorprendió un lunes, pasada ya tardíamente la medianoche, lo que lo llevó a delinear los primeros renglones del guión. Pensó entonces en esta actriz, a la que él ubica en ese lugar intermedio entre los personajes de Almodóvar, como también lo que nos legó Búster Keaton y el personaje que fijó desde La strada la siempre ingenua y melancólica Giulietta Massina, otra de las criaturas del soñador Fellini.
Y luego vino lo de la peluca.
Vemos a Rosa entonces transcurrir sus horas en esa monótona fiebre horaria que sólo le devuelve el vacío de una existencia sin sentido. Y esa noche, mientras su marido duerme, decide hacer su valija, cambiar su aspecto exterior y lanzarse con su pesada maleta vaya saber dónde. Aquí es dónde, como señala su director, el personaje (¿por qué no nosotros?) "debemos estar dispuestos al azar".
La mujer sin piano abre musicalmente a una serie de registros desde un primer encuentro de ringtones con un joven inmigrante que guarda numerosos secretos y que experimenta gran placer al poder echar mano a todo aquello que no funciona y que se puede reparar. Su nombre es Radek, su personalidad ajena a todo lo conocido y atrae a Rosa desde el principio de ese espacio diferente, en el que algunos, los sin techo, o los hombres y mujeres sin destino fijo, esperan. Una estación de ómnibus a esa hora de la madrugada donde todas las ventanillas imponen su cartel de cierre y donde la policía se pasea custodiando, anunciando, el pronto desalojo, vaciamiento.
Javier Rebollo nos acerca una historia construida en base a imágenes detenidas, pausas y largos silencios, en el que se filtran los efectos sonoros, de la misma manera que el malestar de Rosa. Hay ciertos equívocos que se adueñan fugazmente de la escena y el "no" va saliendo al cruce como en una dilatada pesadilla. Ese clima, por momentos, nos puede llevar a reconocer el periplo que atraviesa el protagonista que interpretaba Griffin Dunne en el film de Martin Scorsese, Después de hora.
Durante esa noche, al frecuentar bares y un marginal hotel del área suburbana, junto a su ocasional amigo Radek, Rosa se abrirá a una serie de vivencias, antes negadas, por órdenes de mandatos y al mismo tiempo hay situaciones que, afortunadamente, irrumpen, se presentan así, sin explicación alguna; surgen de la espesura nocturna, emergen de la hondura de la noche, sin que medie una tranquilizadora conexión.
Javier Rebollo subraya los matices expresivos de las palabras de sus protagonistas y permite que sus personajes, de una frontera y de la otra, expresen su modo de ver el mundo, desde sus diferentes horizontes de vida, en el pequeño espacio de una mesa de un escondido café nocturno, donde solitarios parroquianos van a ahogar sus adioses. La iluminación en claroscuros, tendientes a un borramiento, a una luz fría como la de la estación transforman a los personajes en sujetos insomnes que contrastan con el rojo granate de los labios de la protagonista y del negro artificial de su peluca, mientras Radek degusta esos platos que comió hace tantos meses, días, la última vez.
A lo largo de ese día el 16 de marzo del 2003 y de la madrugada siguiente, en la que en la isla Azores se acordaba otra siniestra planificación de ambición y muerte, Javier Rebollo ha elegido un recorte de historia intimista abriendo al espacio de una trastienda en la que personajes anónimos deambulan y pasean su soledad y vacío, su monótona existencia, descubriendo, aunque fugazmente, que la realidad, puede, por momentos, llegar a ser de otra manera.