Rosa de noche
El segundo filme de Javier Rebollo (Madrid, 1969) ostenta una introducción y un epílogo doméstico, de entrecasa; y en el medio un deambular nocturno y sonámbulo por un “afuera” en el que el personaje encarnado por Carmen Machi intentará transfigurarse, atravesar una experiencia definitiva, volverse “otro” (gesto que simboliza al calzarse una peluca). Por eso, la historia que se narra es circular, con preeminencia del espacio (una Madrid letárgica) por sobre la linealidad temporal, como en los casos recientes de Un mundo misterioso o Habemus Papa.
Rosa le escapa a la soledad, al sinsentido, al patetismo: su vida transcurre entre el consultorio donde depila a sus clientes y su modesto departamento, donde hace zapping, atiende llamadas comerciales y convive junto a una pareja sumida en la rutina. Rebollo acentúa la monotonía de esa mísera existencia con planos desplazados o recortados, sonido ambiente y claroscuros deprimentes: impronta fotográfica que recuerda a los cuadros de Edward Hopper.
En continuidad con su anterior filme, Lo que sé de Lola -al que cita literalmente en las imágenes televisivas de un 0-800 porno que también atisbaba su protagonista masculino-, Rebollo insinúa que existe una salida a esa abulia contemporánea, al menos de manera cíclica o momentánea: aunque, en este caso, el realizador español se incline más al elegante humor malicioso de un Jacques Tati y al thriller de peripecias noctámbulas á la After hours que al grotesco dosificado de su debut.
Elección que hace de La mujer sin piano (mirá el trailer acá) una obra más redonda y atractiva (y graciosa) que su precedente, si bien la oscilación entre un realismo formal a lo Jaime Rosales y el pastiche autoconsciente de Almodóvar (presente en esa música barroca que asola por momentos mientras Rosa camina por veredas vacías o desayuna al final de su travesía) sigue resultando aún tanto un hallazgo como un embrollo. El nexo redentor se da en el hilarante y acertado encuentro Rosa-Radek, un inmigrante polaco de acento monocorde que compartirá hoteles y bares y vivencias y charlas desconcertantes con la protagonista, prueba apaciguadora de que la comunicación, por inusual que sea, es todavía posible en un mundo extraterrestre y pos-todo.
Y, más que nada, pos-11-M, con una Madrid de fondo derruida que contrasta con la burguesía esplendorosa de Playtime, aunque comparta sus gags: Rebollo, entre los rostros caricaturescos que aguardan en estaciones y terminales, los cenicientos y apagados interiores y el estruendo precario de ringtones, semáforos y demás (al que se suma el malestar auditivo-existencial del “pito” que Rosa oye todo el tiempo), concibe una belleza de inusual sordidez.
En el final, un remate insólito comprobará que Rebollo defiende lo humano, y que lo absurdo queda para esas raras noches de las que uno no vuelve siendo “otro”, pero tampoco el mismo.