La semana pasada fue otra de las semanas en que se estrenaron dos películas unidas por esos hilos invisibles que hacen que tenga que guardarlas en el mismo cajón de los recuerdos. Una argentina, otra española: Las acacias y La mujer sin piano. Historias de gente normal, trabajadora, con vidas más definidas por sus rutinas laborales que por sus características personales. Ambas transcurren en un tiempo corto (una noche en un caso, un viaje en el otro) en donde los protagonistas viven una aventura de cabotaje, bien sencilla, como ellos mismos. En las dos hay pocas palabras y en los espectadores dejan muchas preguntas.
En Las acacias a un camionero le encajan una chica y su bebé como compañeros forzados de un viaje de Asunción a Buenos Aires. Para el tipo que está acostumbrado a travesías solitarias, mateadas silenciosas y sobacos refrescados en baños de estación de servicio (todas rutinas que se muestran oportunamente en forma detallada), esta mini familia a bordo es por lo menos una molestia.
Uno sabe que el asunto va a terminar en romance (se ve en cada plano) y ese es el punto más débil de Las acacias (hubiera sido estupendo que no, que cada uno se vaya por su lado, pero eso no ocurre). Pero para mí lo realmente interesante de la película es que es sustractiva en su discurso y en la información que aporta por este medio. El guión no nos proporciona muchos datos de los personajes y en cambio nos plantea muchas preguntas: ¿dónde está el padre de esa bebé? ¿qué le pasó a ese camionero que está solo y le quedó un hijo tan lejos al que nunca ve? ¿Por qué la chica come un sándwich de empanada, en Paraguay es común ese almuerzo? Acertadamente, estas preguntas no tienen respuestas porque no hacen falta, nos deja que las respondamos con lugares comunes, los más obvios de las millones de historias que conocemos porque los protagonistas son gente común. En lugar de distraerse con esas elementalidades, durante la mayoría del metraje, la cámara de Pablo Giorgelli se ocupa en espiar desde la ventanilla al trío que viaja silencioso en la cabina del camión. Para que la historia siga, es necesario estar atento a la transformación de los gestos de los personajes, lo más auténticamente único y particular que tienen para mostrar. Un montaje muy cuidado no nos deja distraernos de esa tarea, todos llegamos a un final cantado recogiendo imágenes, coleccionando situaciones, sin duda lo más rescatable de Las acacias.
Del otro lado del océano está la mujer sin piano, otro personaje corriente que reparte el tiempo entre las tribulaciones de ama de casa y un servicio casero de depilación definitiva. Hasta que de repente, se calza una peluca morocha, agarra una valija y se escapa de su casa con destino incierto. La espera la noche de Madrid, llena de esos lugares tenebrosos que son de todos y de nadie al mismo tiempo como las estaciones de micro y los boliches abiertos las 24hs. Mientras espera que salga el primer colectivo que la lleve a cualquier lado, bien lejos, Rosa anda deambulando y traba alianzas efímeras con los personajes opacos que habitan ese mundo paralelo que es la rutina nocturna de una ciudad.
Javier Rebollo mantiene la mayor parte del tiempo la cámara fija y los personajes se mueven por la escena. Tanto se aferra Rebollo a esa forma que hay veces que se van del cuadro sin que nadie se ocupe en seguirlos. Esta elección estética causa sensación de desamparo, nos muestra a Rosa y sus ocasionales acompañantes solos, nos hace pensar que lo que los rodea, ese escenario tan cargado de azules y grises, no les es propio, o peor, les es abúlicamente hostil o, en el mejor de los casos, indiferente.
Acá también las palabras sobran. Nadie dice mucho, solamente lo indispensable para poder coexistir, pero, a diferencia de lo que hacía Giorgelli, acá Rebollo redobla la apuesta y priva a sus actores también de expresividad. Todos los que circulan por La mujer sin piano son casi autómatas, seres que se limitan a hacer lo mínimo indispensable para cumplir con sus obligaciones. Solamente se mantienen distintos Rosa y su amigo polaco, que dan calidez a la acción precisamente porque, aunque están resignados a su situación, hacen algo, aunque sea algo, para cambiarla. También son los únicos que valoran su trabajo, Rosa cuenta orgullosa que su tarea de depilación es fina y de precisión y el polaco repite que adora arreglar aparatos porque esa es su forma de mejorar el mundo.
En estas dos películas no hay grandes epopeyas ni gestos ampulosos. Sus protagonistas terminan apenas un poquito distintos de lo que empezaron, pero merecen ser vistas porque registran el encanto de las acciones mínimas, de los pequeños chispazos que algunas veces le dan un poco de calor a lo ordinario y cotidiano.