Sueño de grandeza derrumbado
Más allá de hilvanar su relato con imágenes poderosas y prodigiosas a veces, la particularidad de este documental, que posa la mirada sobre las ruinas y las consecuencias de un pasado esquizofrénico para reproducirse en un presente igual de enfermo y decadente como el actual es el viaje hacia atrás propuesto por Martín M. Oesterheld para hablar de los fantasmas de la historia; los monumentos de la dictadura militar y la deuda interna argentina que cosecha en el campo del debe la justicia social y en el del haber los aglomerados y asentamientos urbanos donde la indigencia duerme despierta y las multitudes de excluidos pasea entre escombros y sueños rotos.
Parte de la historia de un país puede reconstruirse solamente con observar su arquitectura o confrontarse con esos esqueletos de hormigón sin corazón ni alma que forman parte del paisaje urbano entre villas, miseria, basura, animales y personas, muchas de ellas provenientes de otras latitudes expulsivas para encontrar consuelo, refugio y un futuro de prosperidad aquí en esta tierra, que se hacen añicos apenas se cruza el Río de la Plata o se toma contacto con el nauseabundo Riachuelo.
Sin embargo, ese presente está atado a un pasado dominado por la locura mesiánica y asesina de trasnochados que hipotecaron el progreso de una Nación joven con sueños de grandeza y capacidad de sobra para convertirse en potencia mundial; postal desteñida que hoy resulta imposible de comprender dada la destrucción sistemática del tejido social y el permanente retroceso que hace de la repetición de los procesos históricos un símbolo nacional.
Así las cosas, tanto la Ciudad deportiva de La Boca proyectada en los sesenta en pleno régimen militar como Interama cercana a los 80 devenido luego Parque de la ciudad y actualmente un ruinoso predio que conserva esa inmensa torre como parte de la vista privilegiada sobre el entramado urbano vienen a representar en La Multitud la radiografía exacta de casi tres décadas que evoca a un tiempo pasado de diversión y frivolidad que encontraba en un parque de diversiones el júbilo de miles en épocas nefastas con sus montañas rusas y autos chocadores a pleno, aspecto contradictorio que cualquier argentino que haya vivido durante la última etapa de la dictadura y comienzos de la democracia podrá reconocer sin demasiado esfuerzo.
No obstante, la unión de estas dos obras yuxtapuestas y escudriñadas no sólo desde el ojo de la cámara lúcida de Oesterheld, sumado a la buena fotografía a cargo de Guillermo Saposnik y el montaje dialéctico de Emiliano Serra y Alejandro Brodershon, sino desde la mirada extraviada de extranjeros ucranianos que desconocen obviamente la historia las vacía de ese valor simbólico e histórico per se para extraer su esencia desde la forma, la silueta, el contorno, lo oculto y lo revelado en un tiempo de urgencia, que se abre en el horizonte y se impone como parte de un enorme cuadro silente y sin movimiento.
Estáticos, los personajes, un cafetero y una mujer mayor (llegados aquí en los noventa) que hablan un dialecto parecido al ruso, y a la espera; inmóviles, los monumentos de la decadencia, al igual que los personajes sin pasado, sin presente que deambulan alrededor, elementos de la ficción que se entremezclan en esta deriva a la que el director se expone para mostrar la ausencia desde la presencia.