UN SUEÑO AMERICANO EN LUTON
Buena parte de la crítica anglosajona colocó a La música de mi vida en el lugar de “feel good movie” (algo así como “la película para sentirse bien”) de la temporada, lo cual es una verdad a medias. Es que el film de Gurinder Chadha retoma la senda de películas como Todo o nada y Billy Elliot, donde detrás de las historias de logros y auto-superación también rondan tonalidades amargas, de melancolía y pérdida, con el desempleo como fantasma amenazante y/o el proceso político encabezado por Margaret Thatcher como contexto traumático que influye en las acciones de los protagonistas.
Pero hay un giro extra en esta historia (inspirada en eventos reales) sobre Javed, un joven proveniente de una familia pakistaní viviendo en Luton (una pequeña ciudad del Reino Unido) a finales de los ochenta y creciendo de la mano de la música de Bruce Springsteen, que se da a partir del diálogo con la tradición narrativa estadounidense. Si ya en Jugando con el destino –que a pesar de ser bastante discreta la había puesto en el mapa cinematográfico- Chadha tenía puesta su mirada en ciertos imaginarios vinculados al “sueño americano”, la operación que realiza en La música de mi vida es mucho más explícita, pero para bien, porque le permite dejar de lado ciertos cálculos y mostrarse mucho más honesta. Hay algo del espíritu del cine de Frank Capra en el film, un artificio deliberado que alberga tanto una esperanza vigorosa como una amargura innegable.
El puente que utiliza la película para combinar el realismo con la artificialidad es el musical pautado por la poesía de Springsteen. O más bien, lo que hace es plantear un escenario de choque entre esa ficción explícita de los números musicales –que reflejan los deseos y sentimientos de Javed- y un contexto desafiante, casi brutal, donde se juntan la crisis económico-laboral con los mandatos familiares, o más precisamente, de un padre tan laburador como obstinado en sus principios. La música de mi vida no le teme a ese choque y hasta se permite incorporar un par de subtramas románticas y de amistad, que en vez de apabullar suman para el retrato personal y social.
Si en Jugando con el destino Chadha no terminaba de encontrar la forma de contar la historia de crecimiento y se perdía entre el género deportivo mal filmado y un triángulo amoroso remanido, en La música de mi vida parece tenerla mucho más clara. O más bien, consigue comprender y transmitir fluidamente la conflictividad latente en las canciones de Springsteen y cómo reflejan lo que le pasa a Javed, ese muchacho que quiere huir de Luton y dedicarse a la escritura pero que no termina de confiar en sus capacidades, que es tan tímido como romántico, que se enfrenta constantemente con su padre precisamente porque ambos son un espejo del otro. Y si el relato podrá tener sus traspiés, pasajes un tanto remarcados y algunas resoluciones un poco apresuradas, también exhibe una gran potencia y convicción para contar el proceso de aprendizaje de su protagonista. Por eso los últimos minutos son sencillamente conmovedores, de una humanidad –con su carga respectiva de alegría y tristeza- innegable.
El fracaso en la taquilla de La música de mi vida es una pésima noticia, porque refleja la injusticia de un sistema de producción y distribución donde las pequeñas grandes historias –fuente principal de la experiencia cinematográfica- tienen cada vez menos lugar. Pero eso no quita el hallazgo por parte de Chadha de un imaginario posible, de un punto de encuentro entre la idea del “sueño americano” –con toda su carga de potencialidad y creencia en los logros hechos desde el esfuerzo- y un territorio como Luton, donde la clase trabajadora puede ser tan británica como cosmopolita. La historia de Javed, allá lejos y hace tiempo, nos interpela y sacude, al igual que las letras del Jefe Springsteen.