El despertar de la criada
La nana es veloz, económica, no da puntada sin hilo (para decirlo en un lenguaje doméstico acorde al tema), consigue rápidamente lo que se propone. El comienzo deja ver el pulso cinematográfico del director Sebastián Silva, aunque todavía sus intenciones no sean claras: algunos indicios apuntan a un rancio cine de tesis que, en este caso, versaría sobre los cortocircuitos que se dan al interior de una familia de clase media alta chilena y la mucama que vive con ellos. Un par de subrayados iniciales, como la enemistad velada entre Raquel (la nana en cuestión) y Camila (la hija mayor) o la despreocupación afectada de la madre, llevan a pensar que lo que sigue es una condena más o menos explícita. Pero enseguida la película se pone en movimiento; el director sigue a los personajes (sobre todo a Raquel) con una cámara en mano temblorosa pero ágil, tratando de captar los intercambios cada vez más áridos y cortantes entre los habitantes de la casa. El guión anuncia un fresco de Chile que felizmente nunca se concreta, y en sus mejores momentos hasta amaga con meterse en el terreno del thriller. El malestar subterráneo de la protagonista descoloca el relato hasta que ya no queda nada de ese primer comentario social. O, en todo caso, se puede decir que La nana comenta la sociedad chilena de manera oblicua, sin caer en lugares comunes ni en machaques, apostando a una crispación dramática antes que a un discurso obvio acerca de la posible hipocresía de una clase media acomodada.
Lo mejor de todo aparece cerca del final, cuando la película realiza un giro capaz de sorprender hasta al espectador más atento. La nana cambia, muta y, lo más importante, se reinventa: Sebastián Silva abandona decididamente cualquier aspiración de sociología y se reconcentra en su personaje central. Raquel es observada con una luz distinta y, bien lejos de la condena y el cinismo del cine con pretensiones de agudeza política, la película se torna amable y se colma de una calidez inesperada. Ahora todo lo que importa es que los problemas se resuelvan, ya no se espera un estallido que termine quién sabe cómo (esto no es La ceremonia), solo hay que acompañar a un personaje maltrecho en su (re)aprendizaje de las cosas sencillas, de todos los días, que van desde el sexo y un saludo telefónico de Navidad hasta el hecho de tener una amiga. Las familias se reúnen, los comensales festejan y una Nochebuena partida en dos es el escenario en que, en apenas un par de planos, La nana sella el perdón y el vínculo entre los personajes; todo a la distancia y con el silencio de una cocina vacía que, ordenada y sin Raquel, es como un páramo desolado.