Sobre la relación de sirvientes y patrones
Premiada en el Festival de Sundance 2009 y programada poco más tarde en el Bafici, la película chilena exhibe precisión narrativa y actuaciones ajustadas, aunque en su búsqueda de agradar al público deja algunos flancos sin explorar.
Lugar en el que el choque de clases se funde con el afecto y la familiaridad, la relación entre empleadas domésticas y patrones ha sido menos explorada de lo que merece, producto seguramente de la molestia que genera. El excelente documental Bajo un mismo techo (Marcelo Mosenson, 1996) les daba voz a las “muchachas”, mientras que Cama adentro jugaba con la inversión de roles. Uno de los films chilenos de mayor proyección internacional del último lustro, La nana –que se estrena en Buenos Aires con cuatro años de retraso–, va por otro lado. Premiada en el Festival de Sundance 2009 y programada poco más tarde en el Bafici, por el modo en que trata el malestar de la convivencia entre distintos, el opus 2 de Sebastián Silva (Santiago de Chile, 1979) se roza con el film de Mosenson, encaminándose luego hacia una zona vecina de The Nanny –donde la niñera Bette Davis generaba tanta inquietud como la familia a la que servía–, para revelarse finalmente como cuento de superación personal. Que fue seguramente lo que la convirtió en favorita de Sundance y del público medio internacional.
“Ven, Raque, ven”, llaman desde el comedor los miembros de la familia a Raquel (Catalina Saavedra), que se hace la que no oye, mientras cena en la cocina. Es su cumpleaños, y la señora Pilar, su marido Mundo y los cuatro hijos la esperan con torta, regalos y el festejo listo. “Que la vaya a buscar Luquitas, que es su favorito.” Y Lucas va y efectivamente la convence. Esa escena inicial fija varias cuestiones básicas: el afecto cierto de sus patrones para con Raquel, que trabaja con ellos desde hace más de veinte años; el carácter hosco de ésta; la cercanía física y la distancia personal que une y separa el living, territorio familiar, y la cocina, coto de Raquel; los favoritismos y rechazos que ésta impone, con arbitrio de reina. De reina que tal vez reine, pero, desde ya, gobernar, no gobierna. Así como sólo sonríe en presencia de Lucas, que andará por los 15 años, si puede joderle la vida a Camila, que tiene unos más, se la jode. ¿Hay algo de atracción ahí, y algo de celos? Por el modo en que cada mañana Raquel olfatea las huellas de las poluciones nocturnas de Lucas, daría la impresión de que algo hay.
Ese lugar de reina se verá sitiado cuando, producto de unas cefaleas que no le permiten cumplir a pleno con sus tareas, doña Pilar decida contratar una segunda mucama. Raquel no sólo no oculta su desagrado sino que les hará la vida imposible a una pobre chica limeña (“Acá no estamos en Perú”, le avisa) y a una sargentona que terminará agarrándola a trompadas. Hasta que llegue la entusiasta Lucy, que le enseñará que hay un mundo, fuera de los muros que protegen la imponente mansión de sus patrones. ¿Representa Lucy para Raquel algo más que un modelo a seguir? Tal vez, pero no llega a saberse del todo. Narrada con precisión por un realizador de mirada penetrante y estilo fluido (que incluye una certera utilización de fundidos a negro), manteniendo un tono homogéneo y con actuaciones parejas y un verdadero tour de force por parte de Saavedra –que pasa de comportarse como animalito acorralado a fiera empacada– hay, sin embargo, un par de cuestiones que echan ciertas sombras sobre el conjunto. Una es el punto de vista, que tiende a hacer aparecer a los patrones de Raquel como un encanto de gente (¿cómo habrán hecho la plata?, se pregunta el espectador desconfiado). La otra, más de fondo, es la calculada parábola ascendente que recorre la protagonista, que convierte a La nana en lo que se llama crowd pleaser: la película hecha a gusto del público masivo.