La distancia insalvable
La primera secuencia de La nana es clave: Raquel, la mucama de la casa, está cenando a solas en la cocina de la casa de sus patrones. La familia para la que trabaja hace años le prepara secretamente una breve celebración de cumpleaños en el living. La distancia (formal) es precisa: hay dos ambientes que implican una cierta legitimidad en su uso correspondiente. Suena entonces la campanita, el sonido mecánico que suele significar demanda de servicio, pero en realidad se trata de un llamado festivo: los dueños de casa quieren a su nana; una torta y un par de regalos así lo atestiguan.
En esa presentación se sintetiza la dimensión política del relato, la constatación de la evidencia sociológica de una práctica humana que, como tantas otras, se ha naturalizado, borrando las huellas de una contienda indecorosa y perpetuando la lógica de un orden social que resulta sempiterno. ¿A quién le importa todavía pensar y revisar la división del trabajo?
La segunda película de Sebastián Silva examina la pertenencia de clase en la sociedad chilena contemporánea indagando la interacción cotidiana de una familia de clase media alta y su nana. Silva presenta un universo reconocible, el de los patrones y sus sirvientes; sin ser condescendiente, y mucho menos políticamente correcto (o cínico), dibuja personajes queribles y complejos que expresan un orden simbólico.
Si bien La nana se sostiene en el enorme trabajo de Catalina Saavedra, que interpreta a Raquel, la nana en cuestión, Silva no desatiende la conformación matriarcal de la familia, en la que el padre, preocupado por sus maquetas y palos de golf, no está muy lejos del hijo adolescente que navega en Internet saciando los dictados de su explosión hormonal. Los privilegios y placeres de clase funcionan como contrastes y correlatos de los deberes y padecimientos de clase.
Tras 20 años de servicios, Raquel es uno de los tantos sujetos que viven como objetos respetados mientras cumple sus faenas de limpieza y mantenimiento. Su cansancio, y más precisamente la mala relación con la hija mayor de la casa, llevan a la contratación de una segunda mucama. Silva se vale de esto para sugerir cómo un empleo es un territorio existencial, o cómo la servidumbre compone un modo de ser, pero también, a partir del ingreso de una joven empleada, el director le otorga a su dolido y avergonzado personaje la oportunidad de cambiar y explorar su identidad más allá del deber laboral.
Ver la transformación de Raquel en la pantalla es un pequeño milagro. En última instancia, La nana es un filme rítmico y fluido que prescinde de música y subrayados, y su trama no es otra cosa que una defensa discreta pero poderosa de la dignidad humana.