El club de las madres rebeldes era una película de tensiones estéticas, estilísticas, narrativas y temáticas. Sin embargo, contra lo esperado, esas tensiones terminaban siendo saludables, porque enriquecían la estructura del film, que terminaba siendo más complejo de lo que podía preverse. En La Navidad de las madres rebeldes hay una continuidad de esas tensiones, en una secuela que no parece preocuparse mucho por resolver los dilemas internos, sino por potenciarlos.
Esta segunda parte, que cuenta con los retornos de Jon Lucas y Scott Moore en el guión y la dirección, retoma a los personajes de Mila Kunis, Kristen Bell y Kathryn Hahn nuevamente en crisis a partir de la llegada no solo de la época navideña, sino también de las visitas de sus madres. Mientras la madre de Kunis, interpretada por Christine Baranski, es una perfeccionista extrema que cuestiona todo y nunca está conforme; la de Bell, encarnada por Cheryl Hines, ha hecho de su hija el centro de su mundo hasta entrar directamente en lo enfermizo; y la de Hahn, que cuenta con la interpretación de Susan Sarandon, es alguien demasiado ocupada en apostar, beber y divertirse, a tal punto que solo se contacta con su hija de manera oportunista.
Todo está servido para el conservadurismo, la mirada esquemática sobre la Navidad y las reuniones familiares, el deber maternal y lo afectivo, y hay bastante de eso, y por momentos a La Navidad de las madres rebeldes se le nota demasiado la necesidad de conectar con un público adulto pero aferrado al sostén de determinadas instituciones. Pero hay también cierta honestidad en dejar en claro que muchos discursos y roles sociales que dejan a la mujer en un lugar casi imposible de llevar adelante, pero que a la vez es la misma mujer la que se deja colocar ahí y que tiene chances (y recursos) para eludirlo e ir hacia otra parte. La película muchas veces cae en discursos explícitos y bajadas de línea innecesarias, no es sofisticada para transmitir su mensaje, pero maneja un rango de modestia y humildad que le permite ir hacia otros lugares.
Esos lugares hacia los que va La Navidad de las madres rebeldes no son de ruptura, pero sí de pequeñas alteraciones, de crisis que inevitablemente terminarán solucionándose pero introducen algunos cambios. Y de desestructuración formal: al igual que su predecesora, la película se permite unos cuantos pasajes donde la escatología, los chistes sexuales y el juego con lo físico pasan a ser la norma. Ahí es donde gana, cuando se desvía de algunos lugares comunes y deja paso a lo caótico y destructivo. Cuando el film se despreocupa de lo mensajístico y suelta los talentos de Kunis, Bell, Hahn, pero también Baranski, Hines y Sarandon (cada una psicópatas a su manera), es imprevisible y bastante divertida.
Claro que La Navidad de las madres rebeldes termina siendo una película más sobre la Navidad que sobre la rebelión. Por eso la necesidad de recomponer todo, aunque de manera forzada y arbitraria. Esa conflictividad estructural que venía de la primera parte sigue aquí, lo que impide que la película expanda sus potencialidades. La Navidad de las madres rebeldes cobra interés cuando va contra sus propios cimientos discursivos, cuando se permite realmente ser una comedia. No cuando se aferra al relato familiar más convencional.