Un primitivismo rancio
Este film independiente está nominado a cuatro Oscar porque toca las teclas adecuadas en los momentos precisos, mientras se debate entre el cuento de hadas y el regreso del realismo mágico.
Muy mimada esta niña del sur. Desde su estreno el año pasado en el Festival de Sundance, Beasts of the Southern Wild (rebautizada sin razón aparente como La niña del sur salvaje) viene levantando premios y críticas laudatorias en cuanto evento cinematográfico se presenta. El film, realizado de manera independiente con un presupuesto de apenas dos millones de dólares, está nominado a cuatro premios Oscar, incluidas las categorías de Mejor Película, Director y Actriz protagónica. Es entendible, en algún punto, ya que esta ópera prima idiosincrásica parece tocar las teclas adecuadas en los momentos precisos, aunque es precisamente esa cualidad en la ejecución –su programa estilístico y las curvas que describe la historia– la que aleja los resultados finales de la frescura y el ímpetu de sus primeros minutos. ¿Cuento de hadas o triunfal regreso del realismo mágico? La mirada casi excluyente de la protagonista, una chica de seis años, parecería señalar hacia la primera de las opciones, pero hay algo (mucho, en realidad) en el debut de Benh Zeitlin que hace inclinar la balanza fuertemente hacia el otro costado.
Hushpuppy (Quvenzhané Wallis, oriunda de Louisiana, como casi todo el resto del reparto) vive junto a su padre en una región nunca nombrada del sur de los Estados Unidos, una suerte de Waterworld hiperrealista que los lugareños llaman, afectuosamente, Bathtub (bañadera). Es que la erección de un dique cercano ha abandonado a sus propios recursos a un reducido grupo de habitantes, aferrados con uñas y dientes a su lugar de pertenencia. Casas de chapa derruidas, animales correteando, alto consumo de bebidas alcohólicas, naturaleza exuberante. Y el agua, siempre el agua. La chica parece feliz en su entorno bayou, desconocedora del mundo que existe del otro lado del espigón, resguardada en la cercanía de su padre y sus vecinos.
Es un mundo diferente, primitivo, con reglas propias, en precario equilibrio. El padre de Hush-puppy, se sabe desde temprano, está muriendo, y su hija ha sido elegida depositaria de ese estilo de vida en extinción. No tardará en aparecer la tormenta, que el espectador no puede más que relacionar con el huracán Katrina. La tempestad cambia la vida de Hushpuppy y del resto del clan, quienes a pesar de todo intentan resistir y sobrevivir. A las fuerzas naturales pero también a las reglas humanas.
Hay dos aspectos de La niña del sur salvaje que impactan desde un primer momento. La cámara del director de fotografía Ben Richardson hace un excelente uso técnico de la película de Súper 16mm utilizada como formato de rodaje, logrando unas tonalidades y un grano original que difícilmente pueda emularse con un equipo digital (mal que les pese a los exegetas de las bondades de los bits). El otro es la música, compuesta por Dan Romer y el propio realizador, que acompaña los minutos iniciales con fausto e insistencia, contrapunto de la suave voz en off de la protagonista. Pero con el correr de los minutos, las imágenes comienzan a estar más cerca de la pericia untuosa que de lo oportuno y la banda de sonido se revelará algo machacona y pretenciosa. Que el relato entrelace imágenes de un grupo de bestias prehistóricas –referidas en el título original– como metáfora infantil (¿del miedo?, ¿del mundo adulto?, ¿de lo aparentemente inevitable?) no hace más que agregarle una pizca extra de fantasía a un film que va abandonando el ideario poético para acercarse cada vez más al universo de la sensiblería.
Es que la película de Zeitlin, con sus pobres bellos y tozudos, termina apostando por una idea de primitivismo algo rancia, en una operación cinematográfica que no puede esconder del todo cierto aire oportunista, tal vez inconsciente, que se esconde entre sus pliegues. No hay dudas de que la crítica o el retrato social nunca figuraron entre las intenciones originales del realizador. Y no hay necesidad de dudarlo: La niña del sur salvaje es original en su planteo y la ejecución es tenaz y bien intencionada. Pero es difícil no sentirse algo traicionado por un film que llega a sus últimas escenas –cada vez más esquemáticas y dislocadas– con aire cansino, y cuya carga de emoción, lejos del aire mítico de sus primeras imágenes, es insuflada por métodos tan tradicionales como el llanto en primer plano de una nena.