Los hijos de la tierra
Que el cambio climático que se avecina (o mejor dicho que ya sufrimos) va a destruir muchas cosas es algo tan real y palpable como que La niña del Sur salvaje es una de las mejores películas que se han rodado en el último lustro. Inspirada por algunas comunidades de pesca independientes, amenazadas por la erosión, huracanes y la subida de los niveles de agua en la Parroquia de Terrebonne en Luisiana, este magistral film nos explica las peripecias de Hushpuppy (algo así como cachorro de Husky), una niña de seis años (impresionante Quvenzhané Wallis, quien con su pelo ensortijado y su simpatía innata ha embelesado entre otros a los miembros de la Academia que la han nominado como mejor actriz en la próxima Edición de los Oscars), quien vive con su padre Wink en una pequeña comunidad bayou ficticia, rodeada por agua creciente, llamada popularmente La Bañera.
Wink le enseña a sobrevivir por sí misma, preparándola para cuando llegue el día en que él no pueda protegerla más. La fuerza de la niña es puesta a prueba cuando su padre contrae una misteriosa enfermedad y además una tormenta inunda la comunidad. En la rica imaginación de Hushpuppy, estos acontecimentos están conectados al deshielo de los icebergs, que liberan a jabalíes gigantes, los Aurochs, extinguidos en la época prehistórica. A pesar de los intentos por parte del gobierno de convencer a la comuna de que abandonen su precario hábitat, ésta se opone y vuelven a sus casas.
El padre bebe en exceso; grita mucho, actúa en determinadas circunstancias con violencia inusitada y su condición física está decayendo progresivamente. Quiere enseñar a su hija a defenderse de las formas severas de los pantanos de Lousiana y cómo contener sus lágrimas en el interior, aunque ella en ocasiones desoye los consejos de su padre y deambula libremente por la marisma sin miedo a perecer. A ambos les une el dolor por la pérdida de un ser querido, alguien que constantemente es recordado mediante sueños e imágenes evocadoras.
Wink y sus cohortes de La Bañera no quieren tener nada que ver con las interferencias del gobierno y los refugios que le prometen para guarecerse de los destrozos producidos por las inminentes inundaciones. Existe un momento en el film en el que son obligados a ingresar en un hospital para evaluar su nivel de salud tras la devastadora inundación que les sorprende, pero su simple presencia en un entorno que ni les pertenece ni pueden hacer suyo será un contraste demasiado difícil de digerir. En una apología del hedonismo impropio de los tiempos que corren, ellos sólo quieren pasarse todo el día bebiendo, comiendo cangrejos y evitando las sutilezas de la vida moderna, que les proporciona los Estados Unidos de América (en una secuencia se llega a decir: “en La Bañera hay más vacaciones que en el resto del mundo”.
De entrada nos hallamos ante una propuesta visual de una fuerza inusitada. Las esplendorosas imágenes de paisajes desolados y trabajos comunitarios se clavan en nuestra retina como auténticas obras de arte filmadas, constituyendo una auténtica bocanada de aire fresco que nos reconcilia con un tipo de cine donde priman las locaciones exteriores. En este sentido se trata de un trabajo que nos acerca de una manera plausible a algunos films de cineastas tan personales como el Werner Herzog de Fitzicarraldo o el Hayao Miyazaki de La Princesa Mononoke. El director de fotografía Ben Richardson utiliza la textura de su película de 16 milímetros para impregnar de aspereza escenas como la de la tormenta nocturna (un verdadero prodigio de fuerza y energía, sobre todo cuando el padre se enfrenta cara a cara con el diluvio vociferando a los cuatro vientos que nadie conseguirá moverlo de su casa), la ferocidad de un incendio casero (que se produce cuando la protagonista quiere cocinar algo por su cuenta) o la simple exuberancia natural de una niña sosteniendo fuegos artificiales a través de la noche (imagen en la que se sobreimpresionan los títulos de crédito iniciales, toda una declaración de intenciones).
El equipo de sonido también merece elogios por dotar al film a través de sus sonidos de una visceralidad, cercanía y realidad parejas a la que nos propone el mismo director. Con su obstinación desenfrenada, su representación paradójica de vulnerabilidad y fuerza, el film de Zeitlin (en la que resulta ser su apaballunte y altamente recomendable ópera prima, aunque anteriormente ya había filmado un par de cortos sobre el mar y los orígenes de la electricidad) se resuelve como una alegre y original celebración de la humanidad, no importando cuáles sean nuestras faltas.
La moraleja del film va más allá del finimundismo y viene a decirnos que si el fin del mundo está cerca, las enseñanzas vienen condicionadas por enfrentarse a él de cara, y no huyendo por no tener los recursos suficientes para luchar contra él. Debemos cuidarnos los unos a los otros, a la vez que debemos conservar y respetar los elementos naturales que nos rodean. Y es que, como dice la protagonista en un momento dado: “el Universo entero depende de que las cosas encajen a la perfección”.
Las primeras imágenes del film ya nos muestran que la verdadera educación no la vamos a encontrar en los herméticos libros de texto sino en el contacto real con la naturaleza. La niña, protagonista, interactúa con los animales de la granja en la que habita y su peculiar profesora no tiene complejo alguno a la hora de enseñar una lección levantando su falda y exhibir un pícaro tatuaje donde se aprecia una pintura rupestre. “Todos somos carne, y nos devoramos los unos a los otros”, comenta.
Habrá quien pueda achacar un tono un tanto pseudocumental a la propuesta, o incluso quien no comulgue con un tipo de cine que apuesta por el sentimiento, sin tapujos, sin caer en ningún instante en el sentimentalismo, pero todo aquel que tenga un mínimo de sensibilidad cinematográfica se congratulará con una experiencia que desde luego se debe disfrutar en pantalla grande y sin necesidad de efectos digitales utilizados tan sólo cuando el guión lo requiere, y no como una avalancha de efectismos gratuitos.