La historia del larguísimo e infrahumano confinamiento de José “Pepe” Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro es bastante conocida. Dirigentes del movimiento guerrillero Movimiento de Liberación Nacional, los tres fueron detenidos en septiembre de 1973 y confinados como “rehenes” durante 12 años en distintas prisiones. Lo de prisiones es en verdad un eufemismo, ya que en muchos casos ni siquiera estaban en celdas sino en pozos o pocilgas de dos por dos. Brutalmente torturados en lo físico e igualmente humillados en lo psicológico, resistieron al hambre, a la degradación, a la incomunicación y a la locura para salir en libertad en 1985, convertirse luego en referentes dentro del Frente Amplio y llegar incluso a ser senadores o presidente de la Nación.
La noche de 12 años es de esas películas tocadas por la varita mágica (léase el talento de sus realizadores) en las que todo lo que debía salir mal salió bien (o muy bien). Producto de la coproducción con Argentina y España solo uno de los tres protagonistas es uruguayo (Alfonso Tort, que encarna a Fernández Huidobro), mientras que los restantes son el porteño Chino Darín (impecable como Rosencof) y el hispano Antonio de la Torre (Mujica). Y, contra todos los prejuicios, los acentos no distraen, las actuaciones son muy creíbles, parejas, acordes con las exigencias y los distintos tonos que exigen sus personajes y la historia en general.
El corazón emocional y narrativo del film son esas Memorias del calabozo que coescribieron Fernández Huidobro y Rosencof; es decir, la reconstrucción de los 12 años tras las rejas en los que prácticamente no vieron el cielo, no hablaron con nadie (se comunicaban entre ellos con un código que crearon a través de golpecitos en los muros) ni se enteraron de lo que pasaba en el mundo real. A partir de un extraordinario entramado visual y sonoro con múltiples capas, matices, texturas, Brechner (el mismo de Mal día para pescar y Mr. Kaplan) trabajó con rigor el punto de vista de los protagonistas para a través de ellos sumergirnos en sus percepciones: desde la constante y progresiva degradación hasta los pequeños momentos de iluminación, de revelación. El resultado son escenas en muchos casos sobrecogedoras y al mismo tiempo cautivantes en su tono alucinatorio, paranoico o elegíaco.
Las zonas menos interesantes (más convencionales) de este "Atrapado sin salida" sudamericano tienen que ver con los flashbacks (los operativos militares en los que caen en 1973) o su contacto con el mundo real (las visitas de sus familiares). En cambio, son logradas y bienvenidas las irrupciones de humor negro o las escasas interacciones con los guardias (el sargento enamoradizo que interpreta César Bordón, el absurdo burocrático cuando uno de los presos tiene que defecar).
Puede que en ciertos flashbacks se apele por demás a una estilización, una edición y una musicalización de raigambre publicitaria, que algunos personajes secundarios (como el de Soledad Villamil, por ejemplo) no agreguen demasiado y que, por lo tanto, la trama se disperse y alargue demasiado en sus más de dos horas, pero en el resto del film hay tanto talento, riesgo, potencia dramática y sensibilidad que sería injusto desmerecer el resultado final por esos mínimos traspiés. Es imposible no identificarse ni conmoverse con las historias de vida y de lucha (épicas e íntimas a la vez) de estos tres hombres que marcaron como pocos la historia uruguaya del último medio de siglo.