En esta sólida e interesantísima película policial francesa, desde el primer momento se habla de unas estadísticas de crímenes, del porcentaje que queda sin resolver y que lo que vamos a ver es un caso donde no se encontró al culpable. El director Dominik Moll, con guión donde el colaboró junto con Gilles Marchand, sobre una historia de Pauline Guéna, no renuncia nunca a las reglas del género, ni a la construcción sólida de un sostenido suspenso, pero su mira se amplia. Primero hacia el ambiente del grupo policial que investiga: los chistes, los comentarios apuntan casi siempre a un machismo acendrado, donde la pobre chica asesinada, también en los primeros minutos del film, pasa a ser examinada como una joven “fácil”, enamoradiza, se detallan sus costumbres sexuales. Es una sociedad donde se matan mujeres y se las terminan juzgando. Pero en esa investigación todos los sospechosos pueden ser culpables. Y es también la historia de una obsesión, el detective siente que este crimen lo persigue y persevera en cada detalle a través del tiempo, para dar con el culpable. La película también se detiene en historias personales y los problemas presupuestarios que impiden muchas veces que la causa avance. Un mundo bajo la mira, mientras tratamos de adivinar algún detalle que nos mantiene en vilo pero que apunta con talento y claridad a una sociedad donde la violencia casi siempre se ejerce sobre las mujeres. Grandes actores, entre ellos Bastien Bouillon, estuvo presente para la semana de cine Francés, en un film premiado con justeza por actuaciones, adaptación, sonido y dirección. Arrazó en la entrega de los César, máximo galardón francés. Es apasionante y desafiante. Entretiene con las mejores armas, no tiene dudas en internarse en lo profundo de la noche donde reina el crimen.
Dominik Moll logra, una vez más, construir un apasionante relato sobre las miserias humanas a partir de un siniestro e inesperado asesinato que terminará por transformar no sólo a la familia de la víctima, sino, principalmente, a los investigadores.
Heredero de la tradición del policial francés, que ha brindado una marca registrada y nombres de excepción, la inteligente película de Dominik Moll se desmarca de varias constantes del género pero logra atrapar los contenidos fundamentales que la colocan dentro de tan notable línea de continuidad donde –desde Melville hasta Chabrol– hay realizadores imprescindibles y –de Jean Gabin a Alain Delon– rostros tan identitarios de esta marca registrada que casi con cerrar los ojos se encuentran sus perfiles grabados a fuego en la memoria. ¿Es posible generar una nueva aproximación con ese pasado esplendoroso donde todo pareciera haberse dicho? ¿Es posible continuar una tradición sin repetirse pero evidenciando que el policial es netamente francés? Dominik Moll, director de Harry, un amigo que te quiere bien (2000), Lemming (2005) y Solo las bestias (2019), enuncia varias constantes de su cine en La noche del crimen (2022) pero, sobre todo, se entronca en la tradición brindando una óptica nueva sin traicionar esas fuentes. Así, desde sus intereses como realizador se repiten temas como la violencia hacia la mujer, la mirada al quiebre social y la complejidad de personajes que nunca se enuncian unidimensionales aunque su aparición en la pantalla sea por demás breve. Frente al caso de un asesinato aparecen los bucólicos paisajes “chabrolianos” (aquí en Grenoble), con sospechosos que mucho esconden y policías que en su rudeza encuentran ecos de aquellos legendarios policiales franceses de los 70 y 80, con la pesquisa policial como un rompecabezas difícil de resolver. Pero el espectador asiste, desde un primer momento, al conocimiento de que este caso real es parte de aquellos que quedaron sin resolución. Además de la referencia inevitable a Zodíaco de David Fincher, el relato explicita cómo la víctima de un caso de femicidio es puesta simbólicamente en un lugar de culpabilidad por parte de una sociedad anclada en el pasado y como todo es mirado desde una organización netamente masculina, como lo es la dependencia policial e incluso el juzgado interviniente, hasta que el tiempo pase y las estructuras cambien y consigo la amplitud de miradas. Un policial reflexivo, construido con un ritmo de relojería que resulta fascinante, y que descansa en la efectiva fotografía de Patrick Ghiringhelli que expone desde su paleta de tonos apagados cómo la sordidez que puede esconder un lugar bonito. Un brillante reparto donde se lucen Bouli Lanners como Marceau, el viejo policía tan apegado a las antiguas prácticas como al honor y a la psiquis torturada, quien acompaña al joven Yohan que lleva adelante la investigación, con un formidable rol a cargo de Bastien Bouillon quien ganó el premio César por este trabajo y aporta su elegancia actoral para un thriller inteligente, preciso y apasionante.
La última película del director francés Dominik Moll narra la investigación de un femicidio de su país. Basada en un caso real que nunca se resolvió, como se advierte desde el comienzo, es la ganadora en los Premios Cesar, donde se llevó, entre otros, Mejor Película y Mejor Dirección. La noche del 12 de octubre de 2016, la joven Clara Royer es bañada en gasolina y prendida fuego en la calle. Yohan Vivès es el detective que se pone tras la causa y que nunca podrá resolver el caso y tendrá que aprender a vivir con eso. Así que no hay que tenerle miedo al spoiler: acá no pasa por descubrir quién lo hizo, sino por transitar un proceso largo y frustrante, porque un veinte por ciento de los homicidios de Francia no se resuelven nunca. A lo largo de toda la investigación, narrada de manera precisa paso a paso y durante varios y largos años, van quedando en evidencias un montón de cuestiones que rondan la idea del femicidio. Para poder construir qué pasó hay que seguir los pasos de la joven y las preocupaciones sobre qué hizo y con quién o cuántas veces parecen ser decisivas. Porque la violencia de género tiene muchos rostros, algunos muy evidentes como que te quemen viva y otros más sutiles como que se te juzgue por un comportamiento sexual o la manera de vestir, violencias todavía naturalizadas. Otro punto a favor es el del punto de vista, no sólo por ser el del detective en un policial atípico, sino por su mirada masculina. Como un personaje femenino que en algún momento se vuelve parte de la investigación resalta: es curioso que son hombres los que nos asesinan pero también los que tienen que resolver estos asesinatos de mujeres. El guion, escrito por el director junto a Gilles Marchand, y basado en el libro de Pauline Guéna, tiene mucho contenido social y político pero le escapa a las sobre explicaciones y bajadas de líneas. Más allá de algunos esquemas típicos de thriller policial, Moll se corre de todo estereotipo y canon. En lugar de centrarse en la resolución, que ya sabemos que es inconclusa, la idea es narrar todo lo frustrante y engorroso del proceso y la rutina policial. Las películas y novelas detectivescas nos han mostrado siempre casos llenos de descubrimientos, persecuciones y vueltas de tuercas pero la vida real dista mucho de esos tiempos y efectos. La justicia no llega, los muertos permanecen muertos y los asesinos pueden quedar impunes. Y sin embargo uno tiene que seguir pedaleando, continuando con sus vidas personales. Apostando al realismo y por lo tanto a un ritmo más pausado, sin apelar a efectismos y aun así construyendo una buena tensión, La noche del 12 no deja de cautivar y abrir a reflexiones. Es la realidad, ficcionalizada pero no por eso menos real. La angustia de los caminos sin salidas, la aceptación de que a veces no se puede hacer nada más, la frustración que todo esto provoca. Es una película oscura y fría pero también muy precisa y universal. Dominik Moll vuelve a mostrar su pulso narrativo, como lo hizo en Sólo las bestias, y una gran habilidad técnica para crear planos y escenas de impacto visual. La noche del 12 es un excelente thriller que deja en el aire un montón de inquietudes que permiten plantear y replantearnos cuestiones sociales. Es que al final, te pueden matar sólo por ser una chica.
Este filme nunca podría producirse en Hollywood, al menos por ahora, pues comienza diciendo que es la historia de un fracaso. Un prologo nos cuenta que el 20% de los crímenes nunca se resuelven, algunos terminan siendo deudas pendientes de sus investigadores. Este no es un caso puntual, sino una síntesis de varios hechos luctuosos. La sinopsis argumental dice que en la policía
"La noche del crimen": una pesadilla masculina Como en casi todo policial francés (y no solamente francés), el de Moll es un film esencialmente masculino. Pero la paradoja es que interpela a esa masculinidad. “Cada año, la Policía Judicial abre 800 investigaciones por homicidio. Cerca del 20 por ciento de estos casos nunca se resuelven. Esta película cuenta la historia de uno de ellos”. Apenas si acaban de verse los créditos de apertura de La noche del crimen y la película de Dominik Moll –estrenada fuera de competencia en el Festival de Cannes del año pasado- ya muestra sus cartas. Lo que se verá no es lo que los anglosajones llaman un “whodunit”. Aquí no importa tanto el quién lo hizo sino el por qué, las razones que llevan a que una chica de 21 años de una pequeña ciudad de provincia francesa de la región de Grenoble muera de pronto, brutalmente quemada, sin que ni siquiera ella sepa quién es su asesino. Pero La noche del crimen tampoco es un film de tesis, sino lo que los franceses llaman un “polar”, una película policial, que se enmarca dentro de un género y una tradición muy fecunda en el cine francés. El director de Noticias de la familia Mars (2016) utiliza sino todas muchas de las convenciones del “polar”, pero de algún modo también las deconstruye, las deshace poco a poco para darles un significado sutilmente distinto. El protagonista, por ejemplo, es Yohann (Bastien Bouillon, ver entrevista aparte), el joven jefe de la brigada criminal de Grenoble. Como corresponde a esas convenciones, es un solitario y un obsesivo, pero a diferencia de los personajes que supieron construir sus ilustres antecesores –de Jean Gabin a Lino Ventura pasando por Alain Delon- no es violento ni machista. En todo caso, es introvertido por demás. Habla poco y nada. Y descarga sus tensiones sobre una bicicleta de carrera, girando cada noche en un velódromo. “Como un hámster”, le dirá un colega. Esa imagen es muy elocuente también de cómo concibe Dominik Moll a su intriga: como un círculo del cual es imposible salir. Como en casi todo policial francés (y no solamente francés), La noche del crimen es un film esencialmente masculino. Al comienzo, hacia octubre de 2016 (la película está inspirada en un caso real) la brigada criminal está integrada únicamente por hombres, con los prejuicios que suelen tener los hombres y más aún los policías. Desconfían de casi todos los sospechosos, que no son pocos, pero -aunque no lo digan abiertamente- también de la víctima, por el solo hecho de ser mujer, por tener demasiados “amigos sexuales”. La paradoja es que este film esencialmente masculino interpela a su propio mundo. “No fue ella. Ella no hizo nada. Me preguntan qué hizo con éste o con aquel y la hacen ver como a una puta, pero ella no cometió ningún crimen. ¿Quiere saber por qué la mataron? Porque era una mujer, por eso”. Entre sollozos, las palabras de la mejor amiga de la víctima producen un impacto en Yohan, aunque su máscara siga casi imperturbable. Algo cambia en él a partir de ese encuentro. La sexualidad es otro de los contrastes de La noche del crimen. Por los testimonios que recogen Yohan y su brigada, los jóvenes la viven abiertamente, sin conflictos, incluso de manera promiscua se diría, al menos por los sospechosos involucrados. Apenas una generación mayor, Yohan en cambio parece un monje: célibe, ermitaño, reconcentrado. Tanto que el caso de esa chica se convertirá en su pesadilla (como lo era para el protagonista de Zodiac, una película con la que la de Dominik Moll ha sido comparada en exceso). Solamente con la aparición de una jueza interesada en el caso, aunque hayan pasado varios años, y de la primera mujer policía que ingresa a su brigada, Yohan parece poder volver a respirar nuevamente, a sacarse algo de su angustia de encima. El estilo de Dominik Moll es tan seco y reconcentrado como el de su protagonista. Nada busca llamar la atención y hasta se diría que por momentos el film es excesivamente plano en su narración. Pero esa impresión se contradice con el efecto que produce la película: ¿cómo es posible mantener la tensión y el interés cuando desde un comienzo se sabe que nunca se encontrará al asesino? Ese es otro de los misterios de La noche del crimen.
La investigación en círculos En términos culturales vivimos en uno de los peores mundos posibles porque al cinismo se suma un omnipresente achatamiento discursivo/ retórico/ ideológico que promedia hacia abajo en materia cualitativa: en primer lugar, la tendencia a construir personajes que la van de graciosos o “superados” o soberbios o caricaturescos o acartonadamente trágicos tiene que ver con una vagancia creativa y una pérdida de naturalidad que consideran que ya nadie se puede tomar en serio nada o -incluso peor- que ya nadie cree verdaderamente en nada, la base precisamente de la enorme mayoría de los productos culturales del Siglo XXI, casi todos consagrados a la uniformización propia del mainstream norteamericano, por ello, ya en segunda instancia, no cabe la menor duda que las fórmulas dominantes son las de las franquicias explícitas e implícitas, las primeras esas sagas eternas del cine más redundante y lobotomizador que todavía consigue llegar a las salas y las segundas los exponentes de unos géneros que se han transformado en una colección de recursos inamovibles que se repiten de modo ultra ortodoxo de producto en producto tanto en la pantalla chica como en la grande, debido a ello toda originalidad, el trasfondo disruptivo, la multiculturalidad verdadera/ no marketinera y los rasgos autorales hoy por hoy resultan “sospechosos” entre los popes de los grandes estudios y las productoras en esta coyuntura saturada de líneas de montaje infinitas para oligofrénicos y/ o castrados y de productos supuestamente destinados a los adultos aunque con una pobreza discursiva alarmante o simplemente cortados por la misma exacta tijera, una incapaz de faltarle el respeto al formato en cuestión -como hacían las obras masivas de los 60 y 70, de hecho- y siempre tendiente a reforzar esa corrección política risible que pretende adoctrinar a unas mayorías desinteresadas y quedar bien con gente a la que el arte le importa un comino, los defensores bobos de este grupito sectario o aquel como hinchas enceguecidos y egoístas de un equipo de fútbol que viven exaltados. Dominik Moll, cineasta francés de ascendencia alemana, es uno de los pocos artesanos que le escapan a este estado de cosas y hacen precisamente lo que quieren desde la autonomía ideológica y profesional, señor que siempre se movió en la frontera entre el cine de género y su homólogo arty aunque más cerca del thriller de formato popular que otros directores y guionistas de asistencia festivalera cuasi perfecta. Su última película, La Noche del 12 (La Nuit du 12, 2022), sigue al pie de la letra la idiosincrasia inconformista de sus trabajos previos y apuesta a un relato abierto, tragicómico, naturalista y muy frustrante en una época en la que el grueso del suspenso, ese modelo streaming planetario, se obsesiona con las sobreexplicaciones, la pompa sensorial, el cierre meticuloso del relato y la construcción de una imagen utópica de las agencias gubernamentales de investigación y represión: basado en el libro de no ficción 18.3- Un Año en la PJ (18.3- Une Année à la PJ, 2021), crónica de Pauline Guéna acerca de su convivencia de un año con las brigadas de la Policía Judicial de Versalles, el guión de Moll y su colaborador habitual Gilles Marchand gira alrededor del homicidio de Clara Royer (Lula Cotton-Frapier), una chica de 21 años que en un pueblito bucólico y en el año 2016 muere producto de quemaduras gravísimas cuando le arrojan un líquido inflamable y la prenden fuego en la lamentable noche del título, lo que desencadena una pesquisa a cargo del flamante jerarca de la Policía Judicial, el Capitán Yohan Vivès (Bastien Bouillon), cuyo segundo al mando es un veterano que suele encargarse de muchos interrogatorios y está atravesando una crisis personal por una infidelidad y un pedido de divorcio de parte de su esposa, Marceau (Bouli Lanners). Mientras que los padres (Charline Paul y Matthieu Rozé) afirman desconocer la vida sentimental de la finada, su mejor amiga, Stéphanie Béguin alias Nanie (Pauline Serieys), confirma que era muy promiscua y sentía predilección por los “chicos malos”, en esencia una retahíla de machos huecos y narcisistas. La propuesta desde el mismo comienzo, mediante una leyenda, aclara que la historia que nos ocupa forma parte del veinte por ciento de casos sin resolver de los aproximadamente 800 homicidios anuales de Francia, por lo que la costumbre de Vivès de pedalear con su bicicleta en un velódromo, conducta semejante a la de los hámsteres en cautiverio, pronto se transforma en una metáfora sobre una investigación que se mueve en círculos viciosos sin demasiadas novedades de relevancia o pistas cruciales o siquiera sospechosos firmes ya que los oficiales se ven obligados a descartar a cada uno de los posibles culpables en función de sus coartadas o la falta de pruebas incriminatorias, así desfilan por la pantalla los diferentes amantes de la occisa en sintonía con Wesley Fontana (Baptiste Perais), supuesto novio formal que no lo era, Jules Leroy (Jules Porier), otro tarado insensible símil “amigo con derechos sexuales”, Gabi Lacazette (Nathanaël Beausivoir), un negro que escribió por despecho -y porque la hembra era muy putona y le exigía que la trate como una princesa- un rap sobre prenderla fuego, Denis Douet (Benjamin Blanchy), un menesteroso con el que tuvo sexo un par de veces sin decirle nada a Béguin, y Vincent Caron (Pierre Lottin), un sujeto violento que golpeó a la madre de su hijo pequeño en una discusión y ahora vive con una maestra que lo idolatra y le tiene miedo, Nathalie Bardot (Camille Rutherford). La película trabaja muy bien, sin secuencias de acción ni diálogos para imbéciles, la angustia que produce a largo plazo la falta de progresos y cómo repercute en un trabajo de por sí horrendo como el policial, así Yohan es un hombre adusto y muy solitario que invita a vivir en su departamento a un Marceau siempre al borde de un ataque de nervios y obsesionado con la culpabilidad de Caron, sin embargo el film va más allá porque de repente salta al 2019, ahora con un cambio en la jueza de instrucción (Anouk Grinberg), y nos presenta un nuevo sospechoso en el tercer aniversario del crimen, el enajenado Mats (David Murgia). Moll se mete en todos los tabúes del acervo audiovisual masivo del Siglo XXI desde una valentía sorprendente, pasando de tópicos como las diferencias/ pugnas entre hombres y mujeres, la sobredimensión corporal o biológica masculina y los casos como este que se salen de la narrativa social autovictimizadora y empoderadora del feminismo burgués blanco, donde a todas luces la hembra siente una compulsión en lo que respecta a rodearse de machos impresentables, hasta llegar a temáticas más vastas como la ausencia de cierre para determinados misterios o traumas, el combo “burocracia pública + hastío profesional + falta de presupuesto + vehemencia latente en una profesión como la policial orientada a la coacción” y finalmente el sustrato doloroso del duelo y la incertidumbre en tanto limbos homologables a la vida misma, cuya seguridad/ previsibilidad es prácticamente nula más allá de las ficciones de protección que se puedan construir. La película incluso maneja con sinceridad el perfil paradójico de las mujeres que ingresan en las instituciones de represión estatal ya que Marceau eventualmente pierde los estribos, es transferido y su lugar con el tiempo es ocupado por Nadia (Mouna Soualem), un típico marimacho que termina siendo más eficiente a escala laboral -si la comparamos con la enorme mayoría de los hombres de la fuerza- porque aglutina rasgos masculinos y femeninos en igual medida, casi siempre arrastrando la tristeza de comprender que los hombres asesinan y otros hombres investigan dichos homicidios, como le dice a Vivès durante una vigilancia nocturna en la escena del crimen de Royer, planteo que enfatiza la incorrección política del film de Moll, uno de sus mejores junto a Harry, un amigo que te quiere bien (Harry, un ami qui vous veut du bien, 2000), Lemming (2005) y Sólo las Bestias (Seules les Bêtes, 2019), porque sitúa en primer plano la condición real -decididamente palpable, en sí verificable- de indefensión de unas mujeres más pequeñas y frágiles aunque capaces de la misma violencia de los hombres…
Una joven mujer es asesinada y el crimen del mundo real, relatado por la autora francesa Pauline Guéna en su libro de reportajes “Testigo presencial” (2020), llega a la pantalla cinematográfica de modo inquietante. El destacado autor Dominik Moll, dos años después de sorprendernos con la brillante “Solo las Bestias” traslada a la ficción el guión del especialista Gilles Marchand, acerca de la infructuosa pesquisa policial por esclarecer lo sucedido. La fatídica fecha ‘del 12’ se convierte en una certeza acuciante. Ganadora de seis Premios César -incluyendo mejor película y dirección- sobre diez nominaciones obtenidas, “La Noche del Crimen” valida su excelencia mediante una construcción de los hechos sólida, fascinante y tensa. ¿Qué clase de mal anida en la lejana provincia francesa? De cara a un abismo que inspecciona el centro de la propia fuerza, y con miras a desenmascarar culpables sospechados, el misterio se desenvuelve con un reconocible aroma a Agatha Christie. La brutalidad del crimen cometido nos conduce a la falta total de explicación y sentido. El film, llevando a cabo una auténtica disección de la porción social examinada, ejercita la agudeza y la observación. Los investigadores lucen desconcertados, atrapados en pleno callejón sin salida, en este fenomenal thriller detectivesco que bebe de las fuentes del cine de David Fincher y Claude Chabrol. Evaluando las devastadores consecuencias del accionar violento e impune, Moll lleva a cabo un retrato pormenorizado, reafirmando el buen gusto y la tradición de la industria gala por el género policial.