Terror para club de fans
Es probable que no haya nadie más fanático de la saga de La noche del demonio que Leigh Whannell. ¿Quién este señor? El escritor de la primera y segunda parte y el director de la tercera. Pero también es uno de los tres personajes que aparecen en todas las entregas: Specs, quien junto a Tucker (Angus Sampson), componen la dupla de torpes cazafantasmas encargados de inyectarles una dosis de autoparodia a cada película.
Esta vez la familia Lambert es reemplazada por la familia Brenner, compuesta por el padre, la hija adolescente y el hijo pequeño. La madre acaba de morir de cáncer y es la que abre el pasaje entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, la topología sobrenatural básica de esta saga. Por supuesto, como la época lo exige, será la adolescente (Stefanie Scott) la que sufra el asedio del demonio, aun cuando esto implique resignar la presencia de un gran actor como Dermot Mulroney.
El escenario es el mismo viejo edificio de departamentos al que se mudan los Lambert en La noche del demonio 2. Hay conexión más: la vidente Elise (Lin Shaye), cuya historia adquiere relieve ahora, pues su personaje se ha convertido en un sello de la franquicia y todo indica que seguirá en las eventuales próximas entregas.
Resulta obvio que Whannell conoce a fondo el género y ese conocimiento le permite manipular las expectativas del espectador típico de estos productos. Pero también es obvio que juega con los tópicos de la saga y en cierto modo parece dirigirse a una especie de club de fans, formado por esa parte del público capaz de reconocer y decodificar todos sus guiños.
Sin embargo, en ese intento de abonar su propia mitología, La noche de demonio 3 mantiene una poderosa fuerza de invención visual que se manifiesta, sobre todo, en las escenas que se desarrollan en esa especie de pasaje entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Son como cuadros surrealistas en movimiento, no sólo inquietantes sino también animados de una lógica distinta a la de la realidad cotidiana.
Pero quizá lo más memorable sea el personaje del hombre que no puede respirar. Si bien ni el mismo Whannell termina de apreciar el poder de sugestión de ese demonio que respira a través de una máscara de oxígeno, la verdad es que sus siniestras apariciones tienen el magnetismo suficiente como para quebrar la regla de que el mal pierde fuerza cuando se vuelve visible.
Lástima que la trama lo desperdicie para justificar un descenlace que más que un final es una declaración de confianza de que habrá una próxima Noche del demonio y que también será un buen negocio.