James Wan sabe otorgarle entidad a sus objetos y a sus símbolos desde los planos y los pequeños detalles; virtud, entre otras, que lo hizo sobresalir por sobre la mayoría de los directores de terror contemporáneos sub 40. Desde la exuberante presentación de los créditos iniciales de la primera Insidious, sabíamos que estábamos ante un tipo cinéfilo y estudioso con una idea clara de lo que representa el cine de horror para él. Esa virtud, la de transmitir terror, cinefilia, oficio y sentido narrativo con un solo plano, muchas veces se contradice con su afán de mostrar por demás; pecado que atenta contra su propia premisa de ser, ante todo, un narrador, un generador de suspenso. Y esto del “mostrarlo todo”, que ya atentaba contra la primera parte de esta saga, llega al máximo en el capítulo tres. Es verdad que él ya no está de capitán; el director es su socio australiano de muchos años y guionista de los tres capítulos: Leigh Whannell. ¿Será Whannell el adicto a explicitar? No importa, Wan al menos aceptó esa modalidad, como director antes y como productor ahora.
La dinámica familiar gestada por Wan en los dos capítulos anteriores de Insidious era precisa. No descollaba pero no molestaba. La familia daba su aporte necesario para desarrollar una historia que mezclaba posesiones demoníacas con ecos espectrales, recuperando, sobre todo en la primera entrega, cierto sentido lúdico y visual del horror de décadas anteriores, como por ejemplo algunos climas demodé como las geniales escenas con humo, y la entidad que se le otorgaba a los espacios físicos y a cierta arquitectura, como pasaba con las películas de casas embrujadas al estilo de Burnt Offerings. A diferencia de las primeras, la dinámica familiar de esta entrega no solo no funciona sino que molesta. Berretines de telenovela con la pureza impersonal de los planos digitales más pulcros generan perdida de tensión, no nos dejan entrar en la narración. Sin embargo, hay una coincidencia provechosa con las anteriores que se da en la buena construcción técnica de un efectismo ajustado.
El relato, como en la segunda, está más cerca de ser una historia de “ghost hunters” que de posesiones. Un fantasma putrefacto con máscara de oxígeno se quiere armar un harén con almas de jovencitas pero para lograrlo deberá enfrentarse a la médium Elise (Lin Shaye) y a un equipo de cazadores (integrado por el propio Whannell) que ya no tiene la frescura ni la chispa de las anteriores. Quinn, la muchachita protagonista (Stefanie Scott), está en su adolescencia y, aunque no se aclare, es seguramente virgen o -al menos- inexperta en el plano sexual. Y en una interpretación especular de aquella famosa sobre la obra maestra de William Friedkin, que formulaba que a través del subtexto pasábamos del tanatos del relato al eros de la historia subyacente de una jovencita que descubre su sexualidad, aquí, en este tercer capítulo, podríamos inferir que la historia subterránea narra alegóricamente el debut sexual de Quinn, o los miedos, del padre y la chica, a los abusos de un degenerado, representado en la otra cara de la ficción por el fantasma asmático.
Que haya tanta producción de cine de horror en los Estados Unidos, que se siga apostando a este género en medio del boom de las superproducciones de acción, y que llegue a la cartelera de nuestro país, lo podríamos interpretar como un hecho positivo. Sin embargo, muy pocos productos logran que la potencia narrativa se combine con una historia apta para adultos. El cine de horror actual no escapa a la infantilización de la mayor parte del cine de acción hollywoodense; en líneas generales, la puesta en escena de -a veces- buenas ideas, se alinea con las franjas de consumo preferidas del mercado actual: seguimos sumergidos en la edad oscura del culto a un niño que el propio mercado creó.