La cuarta entrega de La noche del demonio le hace honor a Elisa Reiner, el personaje de la vidente de la saga. Y no defrauda.
Como era previsible, Elisa Reiner, la vidente de la saga La noche del demonio (o Insidious) iba a tener su propia película, y por fin se cumplió el sueño de los fanáticos de ese personaje que ya ocupa por derecho propio un lugar destacado en la mitología del cine del terror.
Encarnada por la sutil Lin Shaye, Elisa constituye una heroína extraña de estos tiempos: una mujer de más de 70 años, con cara de abuela buena, que sin embargo se ha transformado en un ícono menor de un género casi exclusivamente adolescente.
Se supone, al menos en las leyendas populares y en los relatos sobrenaturales, que los niños y los viejos tienen un contacto más fluido con el mundo de los muertos. Precisamente, en La noche del demonio, la última llave, Elisa se enfrenta con los recuerdos y los traumas de su infancia, y así el espectador tiene la posibilidad de acceder al origen de su poder.
Para la pequeña Elisa, la videncia es a la vez un don y un castigo. Esa doble concepción antinómica divide a su madre y a su padre. La primera la apoya; el segundo la castiga. Las dos dimensiones temporales de la historia conviven y confluyen en una misma dimensión. El presente y el pasado se confunden de forma similar a como se confunden el mundo de los vivos y el de los espíritus.
Esa permeabilidad tal vez sea lo más interesante que propone tanto narrativa como visualmente toda la saga de La noche del demonio. Algo que se mantuvo y fue creciendo pese al cambio de directores y a la evolución del personaje de la vidente y de sus dos amigos nerds cazafantasmas.
Claro que los negocios son negocios, y una franquicia tan exitosa no puede evitarse los sustos innecesarios, los subrayados gruesos que atentan contra el coeficiente intelectual de un espectador promedio y algunas complicaciones en la trama, más manieristas que útiles a la historia que se pretende contar.