Entre 1985 y 2004, Marcelo Mario Sajen atacó y abuso a casi un centenar de mujeres en la provincia de Córdoba. Esta es la historia que se cuenta en “La noche más larga”. Moroco Colman elige para narrar esto una estructura narrativa dividida en episodios, que además aparecen desordenados desde el punto de vista cronológico. Es así que en esta película se ve cómo de una situación se pasa a otra más alejada en el tiempo. El momento que mejor deja en evidencia este procedimiento formal es aquel en que pasamos de ver cómo el violador (interpretado por un Daniel Aráoz en estado de gracia) elige y captura a sus víctimas, para de inmediato pasar a mostrar cómo es su vida en familia, con su mujer e hijos. De esta manera, el personaje puede ser un tipo repulsivo y moralmente condenable, al mismo tiempo que un padre que toma mate con su mujer en el living de su casa. El montaje veloz termina por crear una sensación de incomodidad y de desconcierto entre un aspecto del personaje y el otro. A esto también contribuye el paso entre un sonido chirriante a un momento cotidiano en el que prácticamente no se escuchan más que diálogos.
A la narrativa no-lineal se le suma otra característica que tiene que ver con la superposición de registros. Es decir, lejos de ser enteramente una historia que ilustra el accionar de Sajen, la película añade las huellas de lo que fue la investigación llevada a cabo para capturarlo. Es así que se pasa de la ficción al documental, incluyendo notas publicadas en los diarios sobre las violaciones, videos de archivo donde vemos el rostro del verdadero Sajen, y los comentarios de varias jóvenes cordobesas sobre el peligro de andar solas de noche en los sitios donde merodeaba el violador.
Pero hay varios problemas en “La noche más larga”. Uno de ellos tiene que ver con la necesidad del director de recurrir a la palabra, allí donde solamente hubieran bastado las imágenes. Esto se ve en el momento en que una de las muchachas escapa del violador, y llega hasta una plaza en la que se yergue una escultura mitológica. Entonces, el director decide interrumpir la acción para contar a qué refiere dicha escultura, y así ilustrar una obvia comparación entre un hecho histórico y las víctimas de Sajen. Algo similar ocurre con la voz en off que traza un paralelismo entre éste y la figura del sátiro. Son momentos en que la voz interrumpe la narración para ponerse por encima de ella e indicar un sentido único. Sin embargo, hay que decir que esto no es lo más molesto. Sucede que el film de Colman, con su superposición de registros, tiene la intención (por momentos demasiado evidente) de dar cuenta de lo horroroso del accionar de Sajen, y del pedido de justicia en nombre de sus víctimas. Las escenas de violaciones están filmadas de manera que se vea claramente el horror que pasaban las jóvenes capturadas. A priori, no hay nada de malo en la crudeza de las imágenes; lo que sí resulta más cuestionable es el hecho de que el film pueda mostrar las violaciones de manera explícita, pero no sea capaz de construir a las mismas chicas que las sufren como personajes con algún rasgo más allá de su rol de víctimas. Que todo esto termine, además, con imágenes de la marcha del “Ni una menos” habla a las claras de una película demasiado interesada en cuestiones de agenda, que termina por desechar las virtudes formales que la acercaban a ser un relato menos convencional.
Calificación 4/10