En un rincón de la Inglaterra rural, un dúo de viejos amigos, Nathan y Terry (Ian Kenny y Andrew Ellis), son incentivados por un sociópata para realizar el robo de sus vidas. Sus ancianas víctimas son el doctor local Richard Huggins (Sylvester McCoy) y su mujer enferma Ellen Huggins (Rita Tushingham), encarnando a la tierna pareja de viejitos ingleses que colaboran con la comunidad con una amplia sonrisa y quienes han dejado su ostentosa casa desatendida por la noche. Durante el atraco las cosas se saldrán rápidamente de control ya que la novia de Nathan, Mary (Maisie Williams), interferirá en la operación y los ancianos regresarán a una casa llena de jóvenes dispuestos a todo… Siendo el primer largometraje dirigido y escrito por Julius Berg (luego de una prolífica carrera en series de televisión francesa), Los Intrusos presenta una atrapante y claustrofóbica película con monstruos de todos los días. Su repertorio de series sobre crimen lo han convertido en un hábil director de thrillers, y de angustiantes dramas de puertas cerradas. Las puestas son conservadoras, casi teatrales, muy ligadas a la construcción más estática y cerrada propia de estudios televisivos y bajo presupuesto. No obstante, lo barato de la ficción no se hace sentir en demasía, siendo este film un buen ejemplo de una película intensa de una sola locación y pocos personajes. El reparto actoral es de lo más interesante, ciertamente. La icónica Masie Williams regresa al thriller 6 años después de The Falling, y habiendo pasado por su prolongada etapa en Game of Thrones. Ian Kenny mantiene su contundencia en el género, luego de la serie Dublin Murders y, quien resulta más sobresaliente, Sylvester McCoy, conocido por ser el mago Radagast en la trilogía de The Hobbit, y el séptimo Doctor en la legendaria serie de ciencia ficción británica Dr. Who. Este afable señor, muchas veces caracterizado como mentor dador de protección, cumple su parte con excelencia realizando una mezcla cínica de calidez y maquiavelidad palpable en cada una de sus líneas. Su actuación, junto a la de Rita Tushingham, es siniestra y llena de dobles intenciones. Nunca se permite ser completamente la víctima de las circunstancias, y, aunque no lo parezca, mantiene el control como solo alguien con semejante experiencia podría. El aire tenso se va acrecentando hasta volverse insoportable, y el riesgo jamás deja de ser palpable. La película no permite relajarse, ni siquiera cuando todos los peligros parecieran haber sido aplacados. Este film que da vuelta el género home invasion pareciese tomar mucho de No Respires (2016), con jóvenes que anhelan salir de la pobreza con un gran golpe, una dinámica de grupo podrida y una víctima acaudalada aparentemente inofensiva que oculta un secreto. Sin embargo, donde uno podría llegar a notar más la diferencia entre ambas ficciones es durante el tercer acto. Donde No Respires se convierte en una angustiante persecución con altísimos riesgos ampliamente establecidos, Los Intrusos comienza a flaquear intentando meter información para justificar un clímax poco satisfactorio y desenfocado, que lo único que tiene de bueno es la banda sonora reminiscente del slasher ochentero con su tecno pesado. Surgiendo de la adaptación del cómic “Une nuit de pleine lune” (Una noche de luna llena) del bulgaro Hermann Huppen, esta película nacida de la visión del crimen televisivo se luce en generar una creciente tensión, pero fracasa en dar un cierre razonable. O quizás, es que la locura de los personajes deja su aspecto abstracto hacia el final y, al igual que los criminales, se vuelve una parte real de la trama invadiendo los espacios civilizados que previamente habían sido marcados como seguros. Al igual que un inevitable coloso que avanza, así también la demencia se apodera de la cinta, haciendo a los personajes sus títeres involuntarios, sometidos a la voluntad de una locura intrusiva. Calificación 7/10
Entre 1985 y 2004, Marcelo Mario Sajen atacó y abuso a casi un centenar de mujeres en la provincia de Córdoba. Esta es la historia que se cuenta en “La noche más larga”. Moroco Colman elige para narrar esto una estructura narrativa dividida en episodios, que además aparecen desordenados desde el punto de vista cronológico. Es así que en esta película se ve cómo de una situación se pasa a otra más alejada en el tiempo. El momento que mejor deja en evidencia este procedimiento formal es aquel en que pasamos de ver cómo el violador (interpretado por un Daniel Aráoz en estado de gracia) elige y captura a sus víctimas, para de inmediato pasar a mostrar cómo es su vida en familia, con su mujer e hijos. De esta manera, el personaje puede ser un tipo repulsivo y moralmente condenable, al mismo tiempo que un padre que toma mate con su mujer en el living de su casa. El montaje veloz termina por crear una sensación de incomodidad y de desconcierto entre un aspecto del personaje y el otro. A esto también contribuye el paso entre un sonido chirriante a un momento cotidiano en el que prácticamente no se escuchan más que diálogos. A la narrativa no-lineal se le suma otra característica que tiene que ver con la superposición de registros. Es decir, lejos de ser enteramente una historia que ilustra el accionar de Sajen, la película añade las huellas de lo que fue la investigación llevada a cabo para capturarlo. Es así que se pasa de la ficción al documental, incluyendo notas publicadas en los diarios sobre las violaciones, videos de archivo donde vemos el rostro del verdadero Sajen, y los comentarios de varias jóvenes cordobesas sobre el peligro de andar solas de noche en los sitios donde merodeaba el violador. Pero hay varios problemas en “La noche más larga”. Uno de ellos tiene que ver con la necesidad del director de recurrir a la palabra, allí donde solamente hubieran bastado las imágenes. Esto se ve en el momento en que una de las muchachas escapa del violador, y llega hasta una plaza en la que se yergue una escultura mitológica. Entonces, el director decide interrumpir la acción para contar a qué refiere dicha escultura, y así ilustrar una obvia comparación entre un hecho histórico y las víctimas de Sajen. Algo similar ocurre con la voz en off que traza un paralelismo entre éste y la figura del sátiro. Son momentos en que la voz interrumpe la narración para ponerse por encima de ella e indicar un sentido único. Sin embargo, hay que decir que esto no es lo más molesto. Sucede que el film de Colman, con su superposición de registros, tiene la intención (por momentos demasiado evidente) de dar cuenta de lo horroroso del accionar de Sajen, y del pedido de justicia en nombre de sus víctimas. Las escenas de violaciones están filmadas de manera que se vea claramente el horror que pasaban las jóvenes capturadas. A priori, no hay nada de malo en la crudeza de las imágenes; lo que sí resulta más cuestionable es el hecho de que el film pueda mostrar las violaciones de manera explícita, pero no sea capaz de construir a las mismas chicas que las sufren como personajes con algún rasgo más allá de su rol de víctimas. Que todo esto termine, además, con imágenes de la marcha del “Ni una menos” habla a las claras de una película demasiado interesada en cuestiones de agenda, que termina por desechar las virtudes formales que la acercaban a ser un relato menos convencional. Calificación 4/10
Si uno mira solamente el poster de esta película, puede darse una idea de cómo va a ser: vemos a los protagonistas, una nena y un señor grandote de traje, de espaldas. Al lado del señor en cuestión (de nombre JJ) hay una mochila carrito rosada, mientras que la susodicha niña (Sophie) está subida a un maletín. Con esto, lo que uno puede esperarse es una comedia de acción familiar, con dos personajes bien distintos, donde el humor surge a partir de sus actitudes antagónicas. Grandes espías no se aparta de este esquema en casi ningún momento. Uno puede prever, más o menos, cómo va a resultar la acción de los personajes: JJ (pronúnciese “yei-yei”), el duro agente de la CIA (un Dave Bautista en estado de gracia) que de a poco muestra un lado sensible a medida que conoce a la niña que debe cuidar; Sophie, cuyo carisma e inteligencia se potencian al conocer al espía; la agente que acompaña a JJ, que al principio se muestra inútil a la hora de manejar las armas, para luego mostrarse eficaz a la hora de combatir a los malos; la madre soltera de Sophie, quien terminará por engancharse con el protagonista. A esto se le suman las dosis de humor y de drama que abarcan la mayor parte del metraje, y que conviven con la trama de espionaje. Esta última justamente queda apenas esbozada, mostrándose de manera muy pobre frente a la relación entre JJ y Sophie. Aún con esta suma de elementos previsibles, lo cierto es que la virtud del filme está, curiosamente, en cómo reconoce sus clichés, especialmente los del cine de acción. O sea que incluso si esta película se interna por caminos ya conocidos, puede a través de ellos encontrar momentos de vitalidad. Esto ocurre en la secuencia con que abre el filme, donde vemos a JJ hacerse pasar por uno de los rusos malos para desbaratar su plan, sólo para ser descubierto por uno de ellos que le retruca “¿con quién tomaste clases de actuación? ¿Con Mickey Rourke en ‘Iron Man 2’?”. O en las escenas en que JJ enseña a Sophie a no mirar a las explosiones mientras caminan hacia adelante. Quizás donde esto mejor se expresa sea en el clímax, donde una escena de extrema tensión es interrumpida por un personaje que dice “siento que vi esto antes. Sólo faltan los nazis”. Esta autoconciencia es lo bastante notable como para mantener la película a flote. Exigir más sería pedirle peras al olmo. Aunque el olmo pueda resultar simpático. Calificación: 6/10
En principio, un término técnico: el gimmick. Precisemos: un gimmick sería un elemento añadido, poco común, llamativo por su sola presencia y superficial (esto último, ojo, no necesariamente en un mal sentido). Un dispositivo que opera a modo de artificio. Un chiche, vea. “1917” transcurre en el momento más jodido de la Primera Guerra Mundial, y narra la misión de dos soldados ingleses que deben entregar un mensaje para cancelar el ataque a las fuerzas alemanas. El truco consiste en que la cámara se mueve de manera tal que la acción parece tener lugar en una única toma. El desafío consiste en sobrepasar la mera condición de artificio. Es decir, en comprobar si esta decisión formal ofrece una justificación desde el punto de vista narrativo. Sobretodo, cuando una de las últimas películas en hacer uso de esta técnica fue la sobrevaloradísima “Birdman”, otro film con ruido de Oscar… Bueno, la película de Mendes se sirve de la única toma para crear un efecto inmersivo, trasladando al escenario de la guerra tanto a los personajes como al público. Dije “escenario” porque si hay algo que llama la atención en “1917” es que es menos importante la lucha por defender el territorio, que la propia supervivencia ante el terreno. El peligro no aparece encarnado en la figura del ejército enemigo, sino en la propia naturaleza que acompaña los campos de batalla. Por eso es fundamental la cámara veloz, apurada, que se mete en el barro, en el agua, en la tierra. Como también el retrato de los protagonistas: nunca son presentados como soldados a priori valientes ni del todo decididos a actuar con violencia, sino más bien como dos jovencitos inexpertos, capaces de cometer errores que podrían costarles la vida (ayudan mucho a esto las caras aniñadas de los actores). Hay dos escenas en particular que hablan a las claras de esto. La primera nos muestra a Blake y Schofield llegando al frente alemán. La cámara genera un suspenso creciente, a partir de la idea de que los alemanes podrían estar detrás, esperando para atacar. Sin embargo, las trincheras resultan abandonadas. Los muchachos se dan cuenta muy tarde de que también han sido minadas, y el escape de la explosión inmediata, con el derrumbe casi cubriéndolos, transforma el momento en una escena digna de Indiana Jones. La otra escena nos muestra a Schofield despertando en un pueblo de Francia, a merced de un cielo nocturno iluminado por bengalas. El pueblo en ruinas resulta tan amenazador para el personaje como los mismos soldados del ejército enemigo a los que encuentra. Y estos últimos aparecen desenfocados y en la sombra, como si el temor de Schofield los conviertiera en seres casi monstruosos. Lejos de querer hacerles frente, termina por escaparse de ellos. Hay defectos en “1917”. En una película donde la cámara no parece nunca detenerse, porque son sus personajes los que no paran, los momentos de mayor estatismo saltan a la vista. Hablo especialmente, pero sin entrar en terreno de spoilers, de la escena posterior al encuentro con el aviador alemán, donde el tiempo interno del plano dura más de lo conveniente. Un momento, quizás, muy oscar-friendly. O el encuentro de Schofield con el pelotón mientras uno de los soldados entona una melodía que alegoriza sobre el destino del personaje. Aunque, después de todo, el estatismo opera mejor en la idea de circularidad que el filme maneja. Y si no, estén atentos a lo que ocurre al inicio y al final… “1917” se muestra como una película ambiciosa, sobretodo en lo que respecta al manejo de la acción en una toma única. Pero está a la altura de su propio gimmick. Nos olvidamos que está ahí, gracias a que cumple con una regla dictada por Hitchcock: “el rectángulo de la pantalla debe estar cargado de emoción”. Calificación: 8/10
El registro de Fotosíntesis (2019) es doble, o triple: en principio, como documental que da cuenta de un hecho real; después, en tanto registra a alguien que retrata un lugar con su cámara; por último, por la intención misma del film de mostrar este segundo registro como parte de un trabajo más amplio. Y el problema de la película está en esta intersección, donde los dos primeros registros se subordinan siempre al último. Aventurándose en la pampa húmeda, Fotosíntesis cuenta el recorrido de un fotógrafo en los campos sojeros. Pretende registrar los cambios que ocurren a lo largo de 10 años en el mundo rural, a partir de la aplicación de la agrotecnología. Aplicación que llevó a la pérdida de muchas de las costumbres del lugar. Muchas escenas del film nos muestran al fotógrafo Matías Sarloretratando las huellas de la cultura del lugar. Ya sea una propiedad abandonada, un festival organizado por los vecinos, o una discusión acerca de la fumigaciones en zona rural. Estos momentos funcionan como un mosaico sobre el espacio que se trata. En este mosaico, como retrato de la pampa húmeda, no hay una voz en off, de la misma manera en que casi no hay entrevistados. Bien se podría decir que estas ausencias se deben a la intención de no darle a la visión una lectura específica, como si las imágenes no pudieran bastarse a sí mismas. Pero lo que resulta de esto, en verdad, es la falta de una mirada concreta sobre el tema. Como si se temiera una participación más activa en el material, que después de todo parecería solamente formar parte de una muestra fotográfica. Los cambios en el mundo rural aparecen, así, de manera superficial. Un registro más cercano, más osado con aquello que pretende retratar, hubiera dado por resultado un documental de mayor riesgo y originalidad.
Existen historias en la vida real que son tan increíbles que superan la ficción al punto que es muy posible que tengamos una película y nos cueste creer que realmente haya pasado. Cuando vemos películas acerca de robos o estafas se nos viene muchas veces a la mente algunas como La gran estafa(Ocean’s Eleven) y su saga, 21: Black Jack, Los Ilusionistas (Now You See Me), Rápidos y Furiosos 5 (les recuerdo que en esta idearon todo un plan para de engaño para robar la bóveda), entre otros. En estas películas vemos como muestran al espectador el plan maestro para realizar un robo que resulta muy difícil de lograr y que incluso se presentan dificultades a medio robo y a pesar de mostrar el plan de robo, buscan sorprender y entretener al espectador con situaciones inesperadas, también recurren a romper con la línea de tiempo haciendo retrocesos en la historia. Este sería un poco el esquema Hollywoodense que se tiene de este tipo de películas para que sean considerabas, entretenidas, buenas o pochocleras. Para ser honesto el Robo del Siglo que fue basado en un hecho real supo desarrollar su historia para hacerlo entretenido en todo momento y divertido en otros, increíble me parece la manejo del guion para crear esos momentos de humor de forma sutil en los cuales los diálogos podrían pasar como verídicos (porque al momento de hablar muchos decimos cada cosa loca y graciosa), y es que uno se imagina al autor del atraco narrándole al guionista con humor por cada cosa que pasaron. Entre los hechos reales y ficticios en esta película uno queda bastante satisfecho con esta producción sin nada malo que decir, ni nada que pedir que se le agregue.
Jugar “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica” decía Salvador Allende. Los amores de Charlotte (Charlotte a du fun, 2018) es una película joven sobre jóvenes. No llega a ser revolucionaria, ni pretende serlo, pero sí es vital, apasionada, enérgica. Segundo largometraje de la realizadora canadiense Sophie Lorain, cuenta cómo Charlotte (Marguerite Bouchard), y sus amigas Mégane (Romane Denis) y Aube (Rose Adam), se meten a trabajar en una juguetería durante las vacaciones, al ver a sus atractivos empleados. Charlotte cortó con su novio luego de descubrir que era gay, y decide explorar más libremente su sexualidad con sus nuevos compañeros. Las cosas se complicarán cuando se dé cuenta de que estar con todos ellos forma parte de un juego que ya han armado. Las comedias adolescentes suelen estar mostradas desde el punto de vista masculino. En este sentido, es interesante constatar cómo el film invierte la ecuación para mostrarnos la perspectiva femenina de la sexualidad. Esto lo hace Lorain a través de diálogos rápidos, cargados de humor e ironía. Véase, si no, la primera escena, con las tres chicas husmeando en un sex shop y comentando todo lo que encuentran. O el momento en que Charlotte advierte a sus amigas que hablen “con más cuidado” sobre su ex, para que, luego de un corte, la veamos a ella insultándolo a los gritos. La narración avanza velozmente, muchas veces mediante elipsis, con el mismo desparpajo con que se mueven los personajes. La elección del lugar de trabajo como espacio de encuentro para la atracción no es arbitraria, ya que el espíritu libre que manifiestan es el mismo que puede sentir un chico suelto en una juguetería. Y todos ellos son mirados con la mayor calidez y cariño por la directora, que lejos de buscar aleccionarlos por su abierta sexualidad, deja que sean ellos quienes sostengan el peso del relato. Las miradas a cámara de Charlotte son la prueba más fehaciente de esto último. La utilización del blanco y negro resulta llamativa. Su uso no es evocador, y me atrevo a decir que no refiere a una cuestión autobiográfica. La falta de un tono melancólico hace pensar que a una película tan suelta y ágil como esta no le hubiera venido mal el color.
The Good Liar es una película estadounidense de suspenso dirigida y coproducida por Bill Condon y escrita por Jeffrey Hatcher basada en la novela de Nicholas Searle. Está protagonizada por Ian McKellen y Helen Mirren y fue estrenada en 2019 por Warner Bros. La historia gira en torno a Roy Courtnay, un experimentado estafador que luego de conocer a Betty McLeish mediante una cita pactada vía Internet, decidirá jugarle una estafa prometedora y exuberante. Una trama que inicia con un dramático y cariñoso encuentro entre dos personas mayores, aquejando sentimientos de soledad y ausencias de compañía. Veremos como la relación entre ellos ira creciendo poco a poco, mientras a sus espaldas también emergen secretos ocultos que nos acompañaran hasta el final de la película. Teniendo a su favor a dos actores de trayectoria como McKellen y Mirren y un guion bastante sólido, la película se aventura en una historia que mezcla elementos del suspenso, crimen, drama y hasta algunos toques de humor. Todo envuelto en un manto de misterio y tensión que se desarrolla con cada escena, sin huecos ni relleno alguno. La fotografía oscura es clave para resaltar los momentos inquietantes que, junto con la música, recrean un escenario que varía entre la felicidad y el dolor. La historia se va construyendo con calma pero sin estancarse en ningún momento. Donde los giros de tuerca son fundamentales para desviar nuestra atención hacia caminos impensados de la trama. Tanto es así que nos hará transitar varios estados de emoción que culminaran con un final que busca ser diferente. En lo personal, la película se llevó mi total atención por la correcta sucesión de hechos que me fueron interesantes, por la historia variante que va un lado al otro y por contar con pequeños elementos de la historia universal. Lo único negativo que puedo expresar es sobre su final, que a pesar de intentar ser inesperado, termina siendo muy predecible.
Simpatías forzadas Las buenas intenciones no dan lugar, de por sí, a buenas películas. 4 metros (2019) está cargada de buenas intenciones, narrando una suerte de historia de aprendizaje, no sólo para el protagonista sino para el resto de los personajes. Pero el recorrido se desarrolla de forma bastante torpe, por más que intente causar una buena impresión a toda costa. Joaquín (Victorio D´Alessandro) se acerca a la crisis de los 40. Está estancado tanto a nivel laboral como afectivo. Trabaja en una escuela secundaria como cocinero. Está en pareja con una chica veinte años menor (Maite Lanata), y que resulta ser alumna en su mismo lugar de trabajo. Todo se complica con la aparición de otra mujer, madre de un chico del colegio. Joaquín deberá replantearse la situación en la que se encuentra. A partir de una trama sencilla, la película de Federico Palazzo filma una comedia romántica costumbrista. Pero confunde el costumbrismo del entorno que retrata con una estética televisiva. Los espacios aparecen filmados sin demasiado esmero, con una luz demasiado visible. En vez de construir un universo propio, los sitios parecerían más bien “modelar” para la cámara, cosa que los veamos con claridad. Y si la luz se muestra demasiado, el sonido apunta a una dirección similar: las situaciones de tensión aparecen subrayadas por una melodía altisonante, que a cada momento nos desea dejar bien en claro el momento dramático que vemos. Los personajes son seres queribles, simpáticos. Pero esa misma simpatía quiere imponerse en casi toda la película, de tan clara que desea ser, al punto tal de diluirse. El final termina por ser menos feliz que conciliatorio, en su intento de quedar bien con todos. No trata de sacarnos una sonrisa, sino de estampárnosla a la fuerza.
Allá lejos, por la década del 40′, con el sistema de estudios de Hollywood en su mejor momento, con los géneros clásicos ya configurados, la Warner Bros fue la principal major en producir films de cine negro. No por nada esta compañía fue la responsable de El halcón maltés, considerada la pionera del film noir. img_20191122_1214352336702434930272556.jpg En pleno 2019, aparece Huérfanos de Brooklyn, un filme de la Warner que tranquilamente se encuadra dentro del cine negro. Es que Edward Norton, quien dirige y actúa, parecería querer tachar todos los casilleros del género. A saber: una trama enrevesada, detectives privados que deben resolver un caso que involucra a figuras de poder, una sociedad corrompida, una marcada construcción visual, iluminación basada en el claroscuro, bares nocturnos… Todos estos elementos dicen presente en voz alta. Pero no hay un uso irónico de la autoconciencia. Las convenciones del cine negro se acumulan hasta el exceso a medida que avanza el metraje , pero no de una forma canchera, como una burla o parodia. Tampoco como un homenaje… ¿Qué trata de hacer Norton con su segunda película? En principio, interpreta a Lionel Essrog, un detective privado que inicia una investigación para resolver el asesinato de su mejor amigo y mentor, Frank Minna. Hasta acá, parece el argumento de un policial negro típico. Sin embargo, a esto debemos sumar que Lionel sufre de síndrome de Tourette. Esto complica un poco las cosas, puesto que lo obliga a tratar de explicar su situación a los distintos personajes que se cruza, creando en el camino varios momentos cómicos logrados. Es así que deja de lado la faceta del antihéroe duro y recio, para terminar componiendo un protagonista entrañable, afectuoso incluso a su pesar. Lo mismo ocurre con el resto de los detectives que lo acompañan, que lejos de ser investigadores capacitados son más bien unos trabajadores simpáticos y un poco chantas. Frank Minna es quien los pone a todos ellos en marcha, y es un punto no menor el hecho de que está interpretado por Bruce Willis. Norton acierta en matar al otrora héroe de acción en los primeros minutos del filme, como si su muerte legara todo el peso de la trama a Lionel, un principiante con escasa firmeza al lado de Minna. Todos estos elementos alejan a Huérfanos de Brooklyn de ser un noir de manual, aún cuando la historia siga a rajatabla los preceptos del género. Por cierto que la trama se sigue con interés, aún cuando la gran cantidad de personajes y su desarrollo la hagan algo desprolija. La resolución termina, así, empantanándose cuando llega el tercer acto, que se estira más de lo debido. Resulta curiosa, a fin de cuentas, la existencia de un filme como este en la cartelera actual. Pero no porque sea, como podría ocurrir en el cine de vanguardia, extraño, difícil de asir. Huérfanos de Brooklyn parecería querer pertenecer a otro tiempo, algo que delata su adhesión a un género clásico y la decisión de Norton de ambientarla en los años 50. Una película que de tan artesanal, tan a la vieja usanza, termina paradójicamente convertida en una rareza.