La historia oficial
La realizadora de Vivir al límite (la primera mujer en ganar el Oscar de Hollywood al mejor director) vuelve a instalar la vieja discusión sobre cine e ideología, con su relato de la caza de Osama bin Laden por parte de una agente de la CIA.
Como sucedió unos años atrás con Vivir al límite (2008), su película inmediatamente anterior, sobre un oficial del ejército de ocupación estadounidense en Bagdad, especialista en desactivar bombas, el nuevo film de la directora Kathryn Bigelow vuelve a instalar la vieja discusión sobre cine e ideología. Y lo hace precisamente porque Bigelow no es una directora cualquiera sino una cineasta de primer orden, heredera de la mejor tradición narrativa del cine clásico norteamericano (que siempre tuvo su ideología) y en quien no cuesta advertir las huellas de autores tan personales y fundantes como Howard Hawks y Samuel Fuller, por citar las más evidentes.
Ya desde su primer largo conocido en Argentina, Cuando cae la oscuridad (1987), se supo que Bigelow se entroncaba como pocos en esta tradición, a la que después siguió adscribiendo en Punto límite (1991) y, en menor medida, en Días extraños (1995). Los memoriosos recordarán, sin embargo, que en Testigo fatal (Blue Steel, 1989) Bigelow había despertado sentimientos encontrados, no sólo al hacer de una mujer policía (Jaime Lee Curtis) su peculiar heroína sino también al exhibir sus armas –sobre todo en la inquietante secuencia de títulos– como algo más que fetiches eróticos.
En La noche más oscura, Bigelow –considerada una directora de films de acción, con personajes esencialmente masculinos y debilidad por soldados y descastados– vuelve a tener como protagonista absoluta a una mujer joven al servicio del orden (del orden estadounidense): una agente de la CIA llamada Maya y asignada al grupo de tareas que en Pakistán tiene como misión localizar el paradero de Osama bin Laden, luego del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas. Y a su manera, Maya –interpretada por Jessica Chastain, la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida– también es un soldado, por más que se vista de riguroso traje sastre (su uniforme, en todo caso).
Tal como la describe la película –candidata a cinco premios Oscar de la Academia de Hollywood, entre ellos al mejor film– Maya obedece órdenes y no se le ocurre cuestionarlas, por más que quizá personalmente no las apruebe. Llega directamente de su cuartel general en Langley, Virginia, a un centro de detención ilegal no identificado en Pakistán, donde sus colegas hombres están torturando a un prisionero, y presencia esa larga sesión de tormentos (y otras posteriores) con cierto desagrado, pero dando tácitamente por sentado que es necesaria. Al fin y al cabo, el espectador de la película acaba de asistir a un prólogo, con la pantalla pudorosamente en negro, en donde se escuchan las voces de horror de las víctimas del 11-9, colocadas allí como punto de partida dramático, se dirá, para darle un marco histórico y un puntapié inicial al relato; pero también, por qué no, como una forma de justificar lo que viene después, la tortura como método para descubrir el paradero de Bin Laden.
¿El fin (el film) justifica los medios? Todo en la película indica que sí, salvo la propia directora, que en una carta abierta en el periódico Los Angeles Times tuvo que salir a defenderse de una lluvia de cuestionamientos que le valieron no sólo su exclusión de la candidatura al Oscar al mejor director (ella fue la primera mujer en ganarlo con Vivir al límite) sino también una investigación en el Senado estadounidense. Para Bigelow, “representar la tortura no significa aprobarla”, aunque ese comienzo con estricta relación causa-efecto haga pensar exactamente lo contrario. En defensa de Bigelow y de su guionista Mark Boal, sin embargo, deben decirse dos cosas. Primero, que Maya llega a localizar a su presa no gracias a la tortura sino a un maniático trabajo de inteligencia de casi diez años (aunque basado originalmente en declaraciones obtenidas bajo tormentos). Y luego que, al menos, Bigelow y Boal no se hacen los distraídos, como esos senadores hipócritas que pedían saber cuáles eran las fuentes documentales de la película, como si no supieran que su ejército y su agencia de inteligencia practican sistemáticamente la tortura.
Al margen de esta cuestión, central en la película, La noche más oscura presenta algunos problemas de orden narrativo y estructural que Vivir al límite no tenía. Se ha señalado que Maya es tan solitaria y adicta a su peligroso trabajo como el desactivador de bombas del film anterior de Bigelow. Pero en términos estrictamente dramáticos, Maya no tiene la misma densidad que el psicópata de Vivir al límite. Se entiende que no tiene otra vida que no sea su vocación de servicio, pero tampoco hay allí ningún dato, apunte o detalle que enriquezca a su personaje, demasiado chato para sostener las dos horas y media de un relato que atraviesa más de una larga meseta. Antes que la clásica mujer fuerte hawksiana, Maya parece más bien una burócrata con síndrome obsesivo-compulsivo, víctima del machismo y la indiferencia de sus superiores y de los recortes presupuestarios.
Por otra parte, a diferencia también de lo que sucedía en Vivir al límite, que no pretendía suscribir ningún relato o teoría, sino dar cuenta del trabajo que había elegido hacer aquel soldado (en nombre de quién y en defensa de qué intereses, era algo que esa película deliberadamente omitía enunciar, porque no era una preocupación de su personaje), La noche más oscura en cambio adhiere al punto de vista oficial sobre la ejecución de Osama bin Laden. La visión del film no hace otra cosa que confirmar, con mayores detalles, aquello que se difundió públicamente sobre el caso, sin enriquecerlo con algún margen de duda, discrepancia o al menos cierta dosis de ambigüedad. En este sentido, se podría exagerar diciendo que la CIA no pudo haber encontrado a una cineasta mejor para tener su propio film institucional.