Asombrado por las interminables lecturas blancas de Zero Dark Thirty, veo la película otra vez y vuelvo a asombrarme: más allá de su tramposa verosimilitud (como la de todo actualizado “realismo”), su punto de vista es tan poco sutil como el de Los boinas verdes de John Wayne. La diferencia es más ética que estética: la película pretende no enjuiciar –a los agentes norteamericanos, claro– y para eso recurre a un culposo distanciamiento–, pero no puede evitar dejar claro su ideología a cada paso (como cualquier film y cualquier crítica debieran asumir). ¿Por qué entonces algunas críticas son tan complacientes? Se trata de críticas “miméticas” que asumen –como el espectador ideal que la película se propone construir– el propio punto de vista del film. El problema es que en este caso se trata de una mirada “cómplice” en el peor sentido.
Veamos: en la primera escena de la película, la agente Maya nos es presentada en su arribo a su primera acción: la “polémica” escena de tortura. En realidad son dos escenas, y en la distancia entre ellas se dibuja la construcción del punto de vista de Maya (con el que la película se identifica, es decir: aquel que se superpone con la mirada ofrecida al espectador). Al principio Maya es invitada a ver desde afuera (“no es vergüenza mirar por el monitor” le dice el torturador) pero Maya no quiere ser neutral, como demuestra un momento después cuando colabora en la tortura. (Ninguno lo hace con placer, claro: simplemente cumplen con su papel, del mismo modo en que nosotros “asistimos” a la escena.) Y si en la primera compartimos su malestar, en la segunda (cuando el torturado le pide ayuda y ella le dice que se ayude a sí mismo) compartimos su convicción (frente a esos “cobardes” que juegan golf en su oficina). Como declara sobre el final uno de los soldados que va a cumplir la misión –que Maya resume en “ustedes van a matar a Bin Laden por mí” –: “estoy aquí porque ella cree”. Ese es el fondo y la forma de Zero dark thirty: el triunfo de la voluntad… Una ética del trabajo bien hecho, que podrían envidiar Eichmann o Leni Riefenstahl (si no hubieran estado en el bando equivocado, claro…). Y que curiosamente reivindican algunos críticos cuando sólo pretenden ver la indudable pericia de Bigelow (como si lo ideológico fuera algo exterior al film, y no la misma condición de cualquier punto de vista).
Para ello se basan casi exclusivamente en la escena final, en la que Maya derrama lágrimas ante la inocente pregunta “¿adonde nos dirigimos?”. Se puede discutir largamente sobre la interpretación de esta escena (como liberación de la “condición humana” del personaje, como asunción del costó de haber llegado hasta ahí…), o decir que Bigelow ya dio su respuesta (al dirigirse ahora a la triple frontera a filmar su propia Tropa de elite…), pero no hace falta salir de la película misma (eso que parece molestar a los críticos que la defienden, aunque inevitablemente lo hacen todo el tiempo al obviar que el film asume –explícitamente– su relación con la realidad). Porque la respuesta la da el mismo film: Maya nunca cambió, nunca fue un espectador pasivo… salvo para asumir como dogma la historia oficial (así como el film asume la potencia invisible del clasicismo): Zero Dark Thirty pide un espectador que se entregue sin resistirse (como dice el torturador: “todos lo hacen, es pura biología”)-
En ese sentido, la película es (des)honesta desde el principio, porque nos prepara con la caída de las torres (el daño que debe ser reparado con la venganza, así como antes del asalto final sucede la muerte de la amiga), y al mismo tiempo lo hace dejando la imagen en negro: pero no se trata de clásica mesura (ya que inmediatamente después viene la escena de tortura), ni sólo de doble estándar (las muertes “propias” como las únicas que importan): se trata de que esa oscuridad justifica todo lo que vendrá (en el film y en la Historia…). Esa es el relato oficial norteamericano, que Bigelow no sólo no cuestiona, sino que asume desde el cartel inicial que habla de conocimiento de “primera mano” sobre los “hechos reales”. Todo lo contrario de lo que hace Michael Moore (aunque inicia del mismo modo Farenheit 9/11): porque para Moore se trata de demostrar la relación Bush – Bin Laden, y para Bigelow de mostrar a Bin Laden como el absoluto malo de la película… aunque nada curiosamente nunca llegue a mostrarlo).
Nada de todo esto debería asombrarnos demasiado, visto que en ese 2001 se acabó el cuento posmoderno de “el fin de la Historia”. Lo que no deja de asombrar es que más de una década después cierta crítica siga aspirando a ese “ground zero” (algo que hasta la ciencia asumió como imposible), aunque es claro que –al menos para el arte– la posmodernidad no terminó. Y el cine contemporáneo sigue entregado a una errancia cuya apertura disfraza muchas veces un mero ahistoricismo, en oposición simétrica a ese clasicismo falsamente remozado que practican films como Zero Dark Thirty (o peor aún Argo, que perdimos de vista –aunque ganó su Oscar– gracias a los “excesos” de Bigelow), amparados ambos modelos en la misma crítica complaciente.
A esas falsas formas del distanciamiento (en las antípodas de la desnaturalización brechtiana) se les aplica lo que hace ya casi cincuenta años planteaba Barthes en El grado cero de la escritura, en una época que no tenia miedo en llamar a las cosas por su nombre: “La escritura en su grado cero se quiere amodal; sería justo decir que se trata de una escritura de periodista si, precisamente, el periodismo no desarrollara por lo general formas optativas o imperativas (es decir, patéticas). La nueva escritura neutra se coloca en medio de esos gritos y de esos juicios sin participar de ellos; está hecha precisamente de su ausencia, pero es una ausencia total, no implica ningún refugio, ningún secreto; no se puede decir que sea una escritura impasible, es más bien una escritura inocente. (…) Si verdaderamente la escritura es neutra, si el lenguaje en vez de ser un acto molesto e indomable alcanza el estado de una ecuación pura sin más espesor que un álgebra frente al hueco del hombre, entonces la Literatura está vencida, la problemática humana descubierta y entregada sin color, y el escritor es, sin vueltas, un hombre honesto. Por desgracia, nada es más infiel que una escritura blanca”.