Tras su paso por el BAFICI, se estrena una de las películas más audaces, provocadoras, desgarradoras y directas del cine argentino de los últimos años.
Son cada vez más esporádicas, pero cada tanto aparecen. Se tratan de películas que, antes que buenas o malas, son importantes. Por su capacidad para incomodar física, mental y moralmente al espectador sin nunca golpearlo por debajo del cinturón, para captar con atención audifónica los sonidos particularísimos que apuñalan el silencio nocturno, para empujar hasta la estratósfera los límites de lo mostrable con una firmeza y seguridad apabullantes, para detenerse en los detalles minúsculos hasta transformarlos en gestos de soledad y desesperación, para regalar uno de los finales más luminosos que se recuerden, por su capacidad para todo eso y más, La noche es importante. Y mucho.
Si es cierto aquello que las generaciones duran 25 años y que, por lo tanto, al Nuevo Cine Argentino (NCA) le queda poco tiempo –si es que le queda-, el Nuevo Nuevo Cine Argentino sería aquel que ancle sus raíces en películas como El estudiante, Cuerpo de letra, Mauro o las de José Celestino Campusano pre-El Perro Molina (¿La noche es el vacío al que Campusano debería haber saltado después de Fantasmas de la ruta?). Esto es; films que no sólo esfuman aún más la línea que separa la ficción de lo real, sino que optan por una retroalimentación que potencia ambas vertientes por igual.
La noche elige el camino de las anteriores enclavándose en un tiempo y espacio concretos, casi despojada de recursos técnicos, munida únicamente por, en este caso, una cámara y un micrófono siempre dispuestos a pegársele al cuerpo del protagonista (el también guionista y director Edgardo Castro). Quizá el homosexual más solitario de la zona de Once y, por qué no, del mundo, palía sus penas embarcándose en trips nocturnos a veces de manera individual y otras acompañado por una amiga travesti que incluyen, en otras cosas, sexo grupal, drogas y alcohol, todo en dosis cosacas.
Castro filma casi enteramente en primeros planos cerrados y extensos, entendiéndose por “extensos” no su duración absoluta, sino relativa: el corte siempre parece venir después de cuando nueve de cada diez montajistas lo harían. En ese sentido, los resultados son impecables: en cada felación, en cada línea de cocaína aspirada, en cada segundo de charla sobre nimiedades en la previa al sexo, en cada regreso solo, siempre solo, a su casa, el protagonista aporta un elemento más a ese rompecabezas que es su complejísimo mundo interior.
Lúgubre, cruda y honesta visual pero sobre todo emocionalmente, La noche hace de su explicitud –aquí debe haber más sexo que en las otras 399 películas de este BAFICI juntas– un elemento dramático fundacional del relato, diferenciándose de la estilización y el regodeo formalista del cine de, por ejemplo, Gaspar Noé. Por eso Castro acompaña sin enjuiciar, limitándose al acto de mirar y escuchar cómo el hombre se da una y otra vez contra las consecuencias de su soledad. A veces lo hace de cerca, pero otras elige alejarse, como si entendiera que la verdadera intimidad puede ser algo bien distinto a exhibir la anatomía. Y está bien: la última imagen lo dice todo.