Empecemos por las pequeñas injurias que se le han adjudicado a La noche y que no son otra cosa que signos de perplejidad de quienes miran moralmente una experiencia que no entienden. El personaje que interpreta Edgardo Castro vive de noche y se acuesta con cualquier persona que esté dispuesta a hacerlo. En su mayoría son hombres, aunque también pueden sumarse travestis y mujeres. Al personaje se lo ha calificado de vicioso, a sus prácticas sexuales de asquerosas. La incontinencia verbal del moralista habla más de sí que del film. De más está decir que al guardián de las buenas costumbres le conviene esperar los estrenos navideños; el film de Castro fatigará su tolerancia.
El personaje no es ni un vicioso ni un degenerado; no sabemos prácticamente nada de él y la dócil psicología no nos ayuda para poder descifrar su conducta; ningún relato antecede a las salidas nocturnas; de principio a fin el pasado está vedado. La falta de signos familiares incomoda, como también el hecho de no saber de qué vive ese hombre. Tiene un departamento discreto, puede pagar sus tragos, un hotel, un taxi y sus líneas de cocaína, pero no luce como un burgués sumido en la decadencia. La falta de un nombre y una historia no impide ver quién es o cómo es. En principio él es su cuerpo y este no miente. ¿Qué le pide su cuerpo? Una experiencia signada por la intensidad que solamente experimenta en presencia de otro cuerpo, de la que surge la poderosa evidencia de estar vivo. Castro sabía que solamente él podía interpretar ese papel. Estaba preparado porque conocía la experiencia de primera mano e intuía qué se necesitaba y qué había que poner en juego para que la ficción expresara una verdad.
El relato de La noche no se define por su linealidad sino por momentos autónomos de gran intensidad. En este sentido la escena culminante está hacia el final: en un hotel Castro y otro hombre se toman su tiempo para ver si tienen sexo. Es una escena límite y también una prueba, lo que sucede ahí puede espantar, pero también sorprender. Tal vez sea demasiado decir que se trata de un bautismo, pero es indiscutible que la experiencia entre ellos tiene algo del religare propio del discurso religioso. El prejuicio impedirá desvíos interpretativos como el enunciado. Tal vez sea menos radical señalar la ostensible ternura del primer encuentro sexual del film. Las luces de neón ensombrecen las marcas en la piel del amante, pero Castro las nombra y las besa, un poco antes de practicarle sexo oral. Esa escena inscribe modestamente la ética del film. Entre esos dos hombres, que recién se conocen, existe una misteriosa fraternidad anímica, acaso una incandescencia espiritual que detiene fugazmente la desesperación.
Entre los misteriosos encuentros con desconocidos, hay uno entre el protagonista y una travesti que evoluciona en un poderoso vínculo; a veces comparten experiencias sexuales, pero la indefinida sintonía entre él y ella es de otra naturaleza. Salen a hacer compras, se juntan a tomar una cerveza. La ternura de la celebrada escena final donde ellos dos se encuentran en un bar, y donde notamos un cambio en el registro, ya se anuncia en un pasaje precedente y menos elaborado de la primera escena sexual. Pero aquí la fraternidad anímica es diferente, pues ahora se perpetúa en el tiempo. Ellos saben que en la soledad de sus vidas están juntos. Ese plano general no resignifica, como se ha dicho en reiteradas ocasiones, lo que hemos visto hasta ahí; más bien confirma el punto de vista laborioso y no explícito que este director arriesgado y libre elige para filmar a los que viven (en) la noche.
Es que La noche es una de las grandes películas jamás filmadas sobre el funcionamiento concreto de eso que los psicoanalista llaman el instinto de muerte. Paradójicamente, La noche es un film vital; al no revestir de supersticiones su confrontación con lo que opaca el deseo y la voluntad de vivir la verdad de un sujeto resplandece y cada fotograma transmite una partícula de un cuerpo vivo.