Tras ver los primeros segundos de La nostalgia del centauro queda claro que las imágenes y el sonido tendrán absoluta preponderancia por sobre las palabras. Cada plano y cada capa de ese sonido con fuerte presencia de la naturaleza adquieren una dimensión y un sentido que superan por mucho a los balbuceos o diálogos mínimos que ofrecen los protagonistas de este documental.
Es que el film está dedicado a Juan y a Alba, dos ancianos que viven en un paraje aislado de los cerros tucumanos manteniendo las costumbres gauchescas. Juan recita viejos poemas o canciones y Alba cuenta alguna anécdota mínima, pero no hay nada demasiado interesante o importante que puedan ofrecer desde lo oral. Lo valioso del registro tiene que ver con su dinámica cotidiana y la del entorno, que pasa por pastar ovejas, afilar un cuchillo, preparar un asado o participar en un desfile (gauchesco, claro, ya que nadie anda sin su sombrero ni su caballo).
La película -bella y elegíaca- nos deja la sensación de estar asistiendo a un micromundo en vías de extinción, al final de una época en un paraíso natural y con una forma de vida dominada por las tradiciones que el implacable progreso se encargará muy pronto de arrasar.
Torchinsky es fiel, dedicado y respetuoso en su observación no intrusiva (más allá de algunas interacciones y preguntas a los ancianos), con un sólido trabajo del fuera de campo visual y sonoro, y alejada de todo pintoresquismo o manipulación. Una exploración sobre el paso del tiempo, sobre los recuerdos y el valor de la memoria, con dos seres sencillos, comunes y al mismo tiempo extraordinarios.