La foto que roba el alma.
En el film del director ruso, la excusa para una nueva incursión en el terreno de los sustos es una tradición del siglo XIX de fotografiar los cadáveres antes de la despedida final, escabroso memento mori para familiares y amigos del difunto.
En esta poco inspirada aproximación a los subgéneros del terror fantasmal y la vieja casa embrujada, la particularidad de provenir de una cinematografía muy poco presente en la cartelera argentina (menos aún en sus vertientes populares) termina siendo un detalle anecdótico. Porque más allá del idioma ruso que brota de los labios de los personajes y de algunas características culturales secundarias, La novia es un producto pergeñado desde la homogeneización global de tópicos y estilos, un compendio de ideas de segunda mano puestos en pantalla con un mínimo de eficacia narrativa. La excusa para una nueva incursión en el terreno de los sustos ultraterrenos es una tradición del siglo XIX (no exclusivamente rusa o eslava) de fotografiar los cadáveres antes de la despedida final, escabroso –pero definitivamente imborrable– memento mori para los familiares y amigos del difunto.
En su prólogo, el film de Svyatoslav Podgayevskiy (tercer largometraje de una carrera dedicada excluyentemente al horror) incorpora a esa costumbre un elemento fantástico, que extrañamente se cruza con una idea endilgada usualmente a los aborígenes de distintos territorios: el concepto de la fotografía como tecnológico ladrón de almas. Luego de una introducción efectiva, durante la cual el cuerpo de una mujer se resiste a sostener la cabeza en la posición adecuada y, por lo tanto, a ser fotografiada, La novia pega un salto temporal mayor a un siglo y encuentra a Nastya y a Vanya, una joven pareja de enamorados recién casada, en viaje hacia la casa paternal del muchacho (aunque sería más preciso llamarla maternal, por razones que el film revelará más temprano que tarde). El joven, por cierto, no es otro que el último descendiente varón de aquel fotógrafo decimonónico que, al llevar a cabo un ritual sumamente peligroso, terminó transformando a su mujer fallecida en un espíritu infernal, ansioso por ingresar a un nuevo cuerpo sin pedir permiso ni disculpas.
Puertas que rechinan, pasadizos secretos debajo de las habitaciones de la casa, miradas sospechosas y los sueños más extraños son algunos de los elementos que comienzan a crear en Nastya la sensación de que algo no anda del todo bien en el interior de esas viejas paredes. Alguna idea visual interesante, como el encuentro de la heroína con otras versiones de sí misma, no logran insuflarle fuerza genuina a un relato que, a los veinte minutos, ya parece haber planteado y agotado todas las ideas. El derrotero de la bella y frágil novia y su enfrentamiento con fuerzas poderosas del más allá no regala mayores sustos que el golpe de efecto nominal, el lugar común de la maldición que hay que destronar si se desea sobrevivir y la enésima imitación de la chica-araña de El exorcista, tamizada por el filtro del j-Horror y aledaños.