FRACASO REVOLUCIONARIO
Para planear una revolución son necesarias, al menos, dos características: el ímpetu encargado de transformar ese ardor desbordante individual en un sentimiento colectivo y la convicción determinante para establecer esquemas de planeamiento, estructurales y de circulación acerca de dichas ideas y voces. Ambas funcionan como las caras de una moneda indivisible y complementaria combinando lo pasional con el raciocinio, lo imprevisible con el procedimiento en pos de profundizar el discurso, expandirlo y volverlo una causa movilizadora. La número uno intenta proponer una rebelión desde la temática –actual, inquietante y con escaso abordaje como lo son las luchas que las mujeres deben afrontar para ocupar cargos jerárquicos en las empresas– y a través de la intención –articular los universos privado y público para intensificar los juegos sucios y el poder masculino–. Sin embargo, la promesa se torna fría, distante y esquemática debido a fallos constructivos de la protagonista y del relato que atentan contra los principios que busca exaltar.
La primera impresión que brinda la ingeniera Emmanuelle Blachey es su eficiencia laboral: forma parte del comité masculino, propone estrategias (incluso un cargo) y sabe conquistar a los clientes chinos desde los detalles, gesto que le vale una promoción para los próximos años. Hasta ese momento la protagonista pareciera contar con ciertas ambiciones pero una vez que la red de mujeres Olympe le ofrece asesoramiento para lograr que ocupe la dirección de la compañía Anthea, ella pierde todo deseo. Se vuelve chata, sumida en la incertidumbre sobre la posibilidad de alcanzar el puesto y de aquello en lo que cree. Porque, como ella misma expresa, desconfía de los grupos feministas y de su cualidad femenina. Mientras que en la esfera privada anula cualquier tipo de goce propio y siempre se la ve corriendo para responder hacia la hija, el marido, el padre internado y un pasado doloroso ligado al mar.
Así como Blachey carece de pasión, incluso en los momentos más dramáticos, su entorno también. La red de mujeres que tanto brega por revelar la corrupción de los empresarios para mantenerse en el poder o pasarlo a un heredero, desafiar a los altos mandos con sus mismos trucos y visibilizar las desigualdades de género no hace más que actuar con liviandad utilizando frases estereotipadas, vacías y hasta desacreditando la propia lucha que defienden. Ni siquiera el tono rompe la monotonía durante el discurso de Vera sobre la sororidad y el empoderamiento apela incitación, a la rebeldía, al apoyo de una causa. Los roles masculinos, por su parte, también resultan esquemáticos, plagados de frases y lugares comunes que vuelven irrisorias las tensiones sexistas o las estrategias para perpetuar los arcaicos mandatos sociales.
Por último, la directora Tonie Marshall propone una gran variedad de subtemas como viejos rencores entre padre e hija, el deterioro del estado conyugal, los traumas no resueltos entre la protagonista y el ahogo, la exhibición del foro como evidente centro focal pero no tanto de problemáticas y la insistencia del mar como personaje de peso; todos ellos trabajados a pinceladas, en la superficie con un resultado poco provechoso, vago y en un intento de abarcar demasiados puntos en un mismo filme.
La revolución que parecía manifestarse con la sentencia “es un suicidio que una mujer despida a un hombre” cae en el olvido porque ya no se trata de hacer frente a un sistema arraigado ni de evidenciar las maniobras sexistas para desestimar las aptitudes y capacidades de las mujeres en los mismos cargos que los hombres. Todo lo contrario. El alzamiento de La número uno debería concretarse primero entre las creencias de las mujeres para diluir las incertidumbres, las voluntades individuales y la falta de determinación para luego comenzar la verdadera rebeldía: la equidad, el respeto, la valoración y el fin del período arcaico.
Por Brenda Caletti
@117Brenn