La nueva película de Tonie Marshall narra las dificultades de Emmanuelle Blachey (Emmanuelle Devos), una alta ejecutiva, por llegar al cargo de CEO en una empresa proveedora de agua manejada por el gobierno. Por encima de las implicaciones políticas de que una mujer dirija la compañía, la competencia por el puesto será turbia debido a las trabas que le pondrá Jean Beaumel (Richard Berry), uno de los exdirectivos de la empresa.
La número uno esboza una arquitectura del poder. Este ambiente de modernos edificios, de reflejos azules y engañosos, que rodea la vida de Emmanuelle Blachey (Emmanuelle Devos), nos hace pensar en vidas devoradas por la rutina. Aquí solo sobreviven los más fuertes.
Esta estructura del poder va mucho más allá de oprimir a los enemigos que ostentan cierta posición. Está por encima también de la manipulación ejercida por Beaumel hacia sus seguidores y detractores pues consiste en maniobrar las relaciones con tales enemigos, como lo hace Emmanuelle.
En el semblante de Devos, por momentos tan similar al de Catherine Deneuve, no hay frialdad sino una distancia suficiente, con la que puede estudiar las situaciones antes de actuar. En su momento de mayor desesperanza, cuando Beaumel saca un as bajo la manga para desprestigiarla, Devos nos muestra a una mujer que flaquea y que no teme rendirse, al menos momentáneamente. Si hay algo que la protagonista logra es, indudablemente, mostrarnos sus matices.
Y es en los detalles donde el personaje de Devos se enriquece: la crianza distante de sus hijos, su propia crianza sugerida por las visitas a su padre ya mayor en el hospital, los brevísimos sueños en blanco y negro donde aparece su madre. La película no plantea ni apunta hacia un cierre categórico sino que insinúa una suerte de movimiento cíclico en el cual Emmanuelle reflexiona sobre la inutilidad a la que tanto temía en su infancia.
Sobre el final, precisamente, se advierte cierta complacencia en la autorrealización de Blachey, y ello poco importa frente a su reflexión sobre la necesidad de ser útil, inherente a todo humano al sentir la certeza de una existencia efímera.