Hay tres palabras, tres sustantivos que, si se detentan, se está en la cima. Eso se afirma en La número uno: son el sexo, el poder y el dinero.
“Conseguir dos de ellos es más que suficiente”.
Los tres, tal vez, sea un exceso.
En los tiempos que corren, la disputa entre géneros en el área empresaria parece tener un nuevo capítulo en La número uno. Una corporación se mueve por intereses, y a nadie pareciera importarle si quien la preside se siente más cómodo llevando pantalones o rimmel.
Emmanuelle Blachey (la siempre modosita Emmanuelle Devos) consiguió algo que no pensaba: un lugar en el directorio de la empresa de energía en la que trabaja. Tiene un matrimonio, se diría, feliz, es madre, y no ambiciona mucho. Hasta que un grupo de mujeres influyentes decide que desea ayudarla para que consiga ser la presidenta de una de las 40 empresas top.
Y lo que se desata es una guerra, y no precisamente virtual.
Entran a importar cuestiones personales más que de sexo o género. Orgías, secretos, 788 millones de euros mal administrados. Colocar a una mujer al frente de Anthea es más que un gesto simbólico que involucra hasta al Gobierno .
Dirigida por Tonie Marshall (actriz y realizadora), la mirada es feroz. No hay hombres buenos, ya que el que no traicionó, algo malo habrá hecho o está por hacer. Por el lado de las mujeres, el impulso a romper con el status quo lleva a algunas a moverse de manera non sancta. Pero allí está Emmanuelle para demostrar que no va a dar el brazo a torcer, ni siquiera cuando los manejos hacen que su marido pierda su empleo.
Bien filmada, con intrigas que cada tanto explotan sin aviso previo, La número uno se ve con interés, por saber cuál será el desenlace. Si será una mujer o un hombre quien termine en el lugar de poder.
Ahora, si nos limitamos a eso, como se decía, estamos fritos.