La odisea de los giles es una película bien argentina, ambientada en un contexto dramático como el del 2001 y el corralito con un relato aventurero de un improbable y heterogéneo grupo de argentinidades.
El cuarto trabajo de Sebastián Borensztein pretende correrse de la crítica a la época y al contexto: de hecho, estos pueblerinos que perdieron todos sus ahorros no planifican su venganza ni contra los bancos ni contra los políticos, y sí hacen frente a un estafador (interpretado por Andrés Parra) que se aprovechó de su inocencia.
Pero no puede esquivarlo: estos personajes queribles (algunos no tanto) son determinados por aquella crisis más que económica, y reunidos por la desesperanza general.
El sueño de Fermín Perlassi (Ricardo Darín), su esposa (Verónica Llinás) y Antonio Fontana (Luis Brandoni) de recuperar una empresa agrícola cerrada durante una crisis anterior, para armar una cooperativa en el pueblo, se ve derrumbada cuando toda la plata que juntan queda en un banco.
Lo mejor transcurre en esa primera mitad dramática, en la que los personajes explotan sus matices con grandes interpretaciones, y no escapan del contexto argentino que es un disparador como podría haber sido cualquier otro.
Después, efectiva y más liviana, La odisea de los giles se transforma en una pieza más tradicional, en la que un grupo quiere recuperar lo que les pertenece. Una de ladrones de guante blanco, salvo que acá utilicen guantes de obreros y con experiencia cero en la materia.
La odisea de los giles mantiene alerta al espectador durante casi dos horas: lo lleva muy bien por la montaña rusa de emociones, del recuerdo angustiante a la sonrisa espontánea, con un elenco coral en general parejo (un gran trabajo de Darín padre) y la esquiva una reflexión moralista sobre ellos o su plan imperfecto.