La odisea de los giles es una película bien argentina, ambientada en un contexto dramático como el del 2001 y el corralito con un relato aventurero de un improbable y heterogéneo grupo de argentinidades. El cuarto trabajo de Sebastián Borensztein pretende correrse de la crítica a la época y al contexto: de hecho, estos pueblerinos que perdieron todos sus ahorros no planifican su venganza ni contra los bancos ni contra los políticos, y sí hacen frente a un estafador (interpretado por Andrés Parra) que se aprovechó de su inocencia. Pero no puede esquivarlo: estos personajes queribles (algunos no tanto) son determinados por aquella crisis más que económica, y reunidos por la desesperanza general. El sueño de Fermín Perlassi (Ricardo Darín), su esposa (Verónica Llinás) y Antonio Fontana (Luis Brandoni) de recuperar una empresa agrícola cerrada durante una crisis anterior, para armar una cooperativa en el pueblo, se ve derrumbada cuando toda la plata que juntan queda en un banco. Lo mejor transcurre en esa primera mitad dramática, en la que los personajes explotan sus matices con grandes interpretaciones, y no escapan del contexto argentino que es un disparador como podría haber sido cualquier otro. Después, efectiva y más liviana, La odisea de los giles se transforma en una pieza más tradicional, en la que un grupo quiere recuperar lo que les pertenece. Una de ladrones de guante blanco, salvo que acá utilicen guantes de obreros y con experiencia cero en la materia. La odisea de los giles mantiene alerta al espectador durante casi dos horas: lo lleva muy bien por la montaña rusa de emociones, del recuerdo angustiante a la sonrisa espontánea, con un elenco coral en general parejo (un gran trabajo de Darín padre) y la esquiva una reflexión moralista sobre ellos o su plan imperfecto.
Los humoristas italianos Ficarra y Picone no enganchan con un buen texto para la película con crítica política. La hora del cambio no parece un título casual en la Argentina para la comedia italiana L’ora legale (sería “la hora oficial”). Se parece en el fondo al discurso que llevó a Macri a la presidencia, con el eslogan “cambiamento” y hasta colando un “sí se puede” recitado casi imperceptiblemente en medio de la historia. En el caso de la comedia italiana, el que gana una alcaldía de Sicilia cumple a rajatabla sus promesas de campaña: y eso desconcierta a todo un pueblo que no está acostumbrado a que las cosas se hagan bien. Patané, el alcalde en funciones que quiere su reelección, tiene como eslogan de campaña “Vote a Patané, no pregunte por qué”. El juego de La hora del cambio es tan interesante como el de La invención de la mentira, un filme que planteaba una sociedad en la que nadie mentía. Pero mientras aquella película de Ricky Gervais tenía una hora gloriosa y después se desvanecía, aquí se derrumba tras sonreír al leer la sinopsis. Todo es predecible y, por cierto, eso hace perder su eficacia humorística desde el comienzo: las idas y vueltas morales de los protagonistas (los centrales son los humoristas italianos Ficarra y Picone, además directores), la honestidad brutal del candidato (Vincenzo Amato), el comportamiento del pueblo frente a la corrupción o a la ausencia de ella. Es curioso el paisaje descripto de esa ciudad italiana de Pietrammare, que aunque exagerado podría ser reconocible en algunos lugares latinoamericanos: calles con baches pronunciados, tránsito entorpecido, gente que estaciona en cualquier lado o tira la basura a cualquier hora, que acostumbra a abusar de los amiguismos para conseguir beneficios del estado en lugar de ir por la vía legal, y un largo etcétera. Está claro que en el fondo, los discursos pueden ser bonitos para convencer en época de elecciones, pero la clave es saber cuánto están dispuestos a hacer los políticos... y el pueblo. “Disculpen, pero nunca se vio que un político cumpla lo que dice en campaña electoral”, confiesa un pietrammarense. “Ciudadanos de Pietrammare, ustedes que querían el cambio... ¿Están dispuestos a cambiar?”. Ahí radica la clave de toda la apuesta divertida de Ficarra y Picone, quienes a pesar de ser comediantes populares ni siquiera se lucen actoralmente... y parecen entusiasmados en gritar mucho y decir pocas cosas inteligentes. El mundo de esa política de pueblo daba para mucho más, también la idea que da origen al filme, pero equivocaron el camino al mostrar un pueblo que no tiene sus matices, con funcionarios también caricaturizados que los alejan de la realidad (y por eso, dejan de resultar graciosos). Parecía una idea saludable porque partía de un universo sencillamente reconocible, pero llevado al absurdo pierde toda eficacia.
Una historia real y dramática, una película clásica y fría Cómo es Anthropoid, el filme que narra el asesinato del criminal nazi Reinhard Heydrich en Checoslovaquia. La historia real que cuenta la película Anthropoid es mucho más espeluznante que el resultado cinematográfico, que por momentos se queda a medias tintas. La operación para matar al líder nazi Rehinhard Heydrich en Checoslovaquia, con sus temibles consecuencias, fue la punta que el director Sean Ellis eligió para recrear una partecita siniestra de la Segunda Guerra Mundial, hasta ahora no explorada por el cine. Los protagonistas de este cuento trágico son los jóvenes checos que regresaron a su país en paracaídas con la misión de asesinar a quien destrozó a su gente tras la ocupación alemana, centrado en dos de ellos, Jan Kubiš y Jozef Gabčík, interpretados con extrema corrección pero escasa sensibilidad por Cillian Murphy y Jamie Dornan. Con escaso contexto previo, Anthropoid se mete de lleno en la concepción del atentado de "El Carnicero de Praga", la preparación, las diferencias dentro de la misma resistencia, y mecha algunas historias de amor y de traición que no llegan a dar sus frutos al argumento. El filme no pierde nunca su tono sombrío y opresivo, impecable fotográficamente pero de escasa sensibilidad: hay poca habilidad para establecer las relaciones entre los personajes, que tienen servido el guion de la misma Historia. Todo el tiempo es como si en los diálogos se vieran obligados a explicar lo que les ocurre porque el espectador no lo descubre por sí mismo. La falta de pericia habría que achacársela al director y no a los actores, que trabajan al pie de la letra en los detalles minuciosos de la operación que se realizó en 1942 y que se propuso desestabilizar el régimen nazi en Checoslovaquia, tres años antes del final de la Guerra, con el apoyo de Londres. La enorme virtud de Athropoid es contar una historia no tan conocida sobre la Segunda Guerra Mundial y el régimen opresor nazi. Lo hace acotado a los libros, resaltando la actitud de heroísmo de un puñado de jóvenes con el sueño de cambiar la historia aún a costa de sus propias vidas.
Divertida, delirante, incorrecta Estos dibujitos animados, lindos como los de Pixar, se drogan, se emborrachan, se tocan, se franelean, se enfiestan, se insultan, se matan, se mienten. Hay un montón de personajes simpáticos en La fiesta de las salchichas, pero estos dibujitos animados, lindos como los de Pixar, se drogan, se emborrachan, se tocan, se franelean, se enfiestan, se insultan, se matan, se mienten. Es tanto prohibida para menores de 13 (y quizás se quedaron cortos) como para espectadores demasiado estructurados, porque resulta divertida y al mismo tiempo atrevida: se toma en joda la religión –y de paso se burla con efectividad de varias religiones– con su planteo existencial de esos alimentos del supermercado que creen en el Más Allá al que los llevan los humanos/dioses. No saben que al salir por las puertas del súper el mundo no será como les contaron (con una optimista canción que todos interpretan felices) sino el mismísimo infierno en que serán devorados, usados o maltratados. La salchicha Frank es el héroe de esta historia, con un grupo de improbables alimentos que desafían todo lo conocido frente a peligros externos e internos (la propia conciencia también juega), por amor o por el solo hecho de conocer una verdad. La acción de La fiesta de las salchichas está muy bien dosificada a lo largo de sus 90 minutos; la animación es perfecta, en sintonía con lo mejor del mercado; los personajes son queribles a pesar de lo incómodos que puedan resultar algunas veces; el guion es original, bien provisto de gags efectivos que una vez que entramos en el mecanismo de su humor pueden predecirse un poco. Los dibujos hacen gala de un humor que sería mucho más difícil de imaginar con actores de carne y hueso. Y detrás de ellos se percibe la mano de Seth Rogen (el del guion y de la idea), un comediante que siempre juega un rol incorrecto aunque socialmente aceptable.
se pierde en el cruce de géneros y un guion elemental. Lo mejor de Kóblic está en la sinopsis del filme y en lo que actores o el director contaron en la previa. Algo que la película misma no muestra ni transmite, apenas insinúa: un señor atormentado por su conciencia, que se negó a bajar la palanca del avión Hércules que piloteaba en los "vuelos de la muerte" –durante la última dictadura–, decide huir a un pueblo perdido en el interior. Lo único verdadero es que no es una película sobre la dictadura: las razones de las angustias del personaje del capitán de la Armada Argentina Tomás Kóblic (Ricardo Darín) podrían haber sido otras. Nada hubiera cambiado demasiado en la trama si en lugar de los "vuelos de la muerte" la causa de los efectos hubiera sido diferente. Kóblic es un poco lenta, pero sobre todo despareja: tiene una dupla actoral extraordinaria, con Darín y Oscar Martínez en la cima de sus carreras, pero nunca en el mano a mano dan pie con bola. No hay tensión ni clima, el guion no ayuda a sostener diálogos más allá de lo formal e inocuo, y el resto del elenco resta. Vale un punto extra la caracterización de Martínez como el despreciable comisario de pueblo Valverde, aunque la maldad apenas se deje insinuar más por la imagen que por la construcción de un personaje complejo que ofrecía más recursos que los que finalmente tuvo. En general, en Kóblic no están bien resueltas ninguna de las relaciones, tanto las que vienen de antaño como las nuevas: no son creíbles y son demasiado naif las separaciones, los enamoramientos, los engaños, las sospechas, los descubrimientos, las afinidades, las complicidades y las escenas de acción. Todo planteado con el apuro de 92 minutos mal administrados, con muchos momentos concentrados en la imagen introspectiva de Kóblic –que más que arrepentido por momentos parece arrepentido de haberse arrepentido–, y pocos para la acción, o la interacción de sus figuras. La película de Sebastián Borensztein (La suerte está echada, Un cuento chino) es tan plana como el paisaje del campo en el que se sitúa la historia. Y así como a veces el tiempo parece detenido en algunos de esos lugares, la historia de Kóblic también, enredada en demasiados géneros. El horizonte –muy bien lograda la ambientación de aquel pueblo en 1977, con detalles cuidados al máximo– es apenas una línea en el fondo, y no hay que esperar demasiadas sorpresas. La expectativa por la llegada de un nuevo filme protagonizado por Darín y Martínez –con un Borensztein en la batuta, que volvía cinco años después– no queda satisfecha por un resultado débil que malgasta una buena idea sobre una trágica historia.
Una comedia parecida a tantas La nueva comedia romántica con Chris Evans, el actor de Capitán América, no innova en el género ni en el argumento. Un escritor tiene que escribir el guion de una comedia romántica para Hollywood, pero no tiene ninguna inspiración porque, de verdad, no sabe qué es el amor. Nunca lo supo, por viejos traumas de la infancia que a sus treintipico afloran, entre la culpa y el desencanto. A los guionistas de Con derecho a roce (adaptación del título que tiene poco que ver con la historia... y con el título original) les pasó lo mismo: perdieron la inspiración y se cayeron en una pileta llena de ideas comunes con la excusa de una pretenciosa autoparodia al género. En esa pileta, nada. Los tópicos del género –y del subgénero de películas sobre la difusa línea entre la amistad del hombre y la mujer–; las caras conocidas necesarias (Chris Evans, Michelle Monaghan); los amigos compinches; los enredos entre mentiras piadosas hechas por esa cosita loca llamada amor y dudas existenciales; etcétera. La calificación podría subir por algunos recursos estéticos que mezclan momentos de animación y flashbacks con gracia, pero la liviandad de un argumento que parece copia de mil películas previas, le baja todos los puntos posibles.
El caprichoso homenaje de Carlos Saura al folklore argentino ¿en qué falló? Zonda, folclore argentino, el filme del director español que homenajea a la música argentina, es un recorrido por un repertorio antojadizo. ¿Un musical? ¿Un documental? ¿Una película? Lo que hizo el director español Carlos Saura con Zonda, folclore argentino es un musical en estado puro, como él prefiere definirlo. Es un documento histórico, un legado que ofrece un puñadito de artistas del cancionero popular argentino puestos al servicio de un producto sin más pretensiones que un registro sonoro y visual de la música nativa. También te puede interesar: La antojadiza selección de folklore de Carlos Saura No hay una historia, ni una cronología, ni una pretensión didáctica. Hay Historia, eso sí, encerrada en las propias canciones, en las miradas, en las voces, en los instrumentos o en la danza, reunidos en un enorme galpón de La Boca por el que desfilaron los intérpretes, sobre una escenografía mínima y una sonoridad máxima. A Saura le alcanzan unas cuantas placas de inicio para dar un esbozo minimalista sobre el origen de cada ritmo folklórico, como: "La zamba adquiere en Salta la forma que tiene hoy"; o "de los llanos del noroeste surge la vidala"; o "la Chacarera proviene de Santiago del Estero". Después, la música, que transcurre a lo largo de un día: en las luces y las sombras está puesto el ojo sabio de Saura, quien se mantiene ausente, casi como un espectador de esa jornada, con día, noche, amanecer. "El cine es una gran mentira. La realidad solamente está en vivo y en directo, el resto es una ficción inventada. En ese sentido, éste es un musical per se. No hay argumento, no hay más que las interpretaciones, la escenografía, la luz, y gran respeto a los artistas", le dijo a Clarín cuando estaba en proceso de rodaje. En Zonda no sólo se proyectan, en esas grandes pantallas, fotografías. Una de las homenajeadas ausentes es Mercedes Sosa, que desde una imagen de archivo le canta a niños de escuela en sus pupitres. La voz maestra. Hay detrás de los artistas "puro material iconográfico que funciona para el ojo del espectador como parte inherente de la magia a crearse. Sobre algunos de esos bastidores se proyectan paisajes, sombras de grupos humanos o los estallidos y estertores de amaneceres y atardeceres, además de las propias actuaciones de los artistas convocados", describe Saura. Así como no hay un orden, una historia, un origen, la sucesión indefinida de ese repertorio caprichoso –a gusto personal de Saura- prescinde de nombrar las canciones o sus intérpretes, que en algunos casos pueden ser muy conocidos pero en otros no. Si esta producción es de consumo interno, puede sobrellevar esa ausencia, aunque los créditos estén detallados al final; si es para exportación, no se entiende. Jairo, sobre el final, junto a Juan Falú y Vitillo Ábalos; Soledad Pastorutti; Liliana Herrero; Lito VItale, el baile de Koki y Pajarín Saavedra; Pedro Aznar; Horacio Lavandera; El Chaqueño Palavecino junto a Jimena Teruel; Peteco Carabajal. Están los clásicos y los modernos, los referentes del cancionero más popular y los de un folklore que no es de consumo masivo, y músicos de otros géneros que echan mano a canciones preciosas. "Queremos mostrar a través de la música y la danza tradicional argentina una cultura y un país. La acción visual se centra alrededor de las diversas regiones que conforman la Argentina y que a su vez conforma un mapa de variantes musicales como el carnavalito, la zamba, la chacarera, la copla, el chamamé, la tonada y muchas otras expresiones arraigadas en la geografía y en alma de las diversas comunidades del país", agrega Saura. No hay tango (su película Tango, de 1998, representó a la Argentina en los Oscar), tampoco cuarteto, pero no faltaron los géneros más reconocidos de norte a sur, este y oeste del país. "Todo está puesto al servicio de un relato musical y audiovisual comprendido específicamente en el arte de los músicos y bailarines que son el centro de la escena, del mismo modo que los acordes y el silencio son la esencia de la banda sonora. De esta forma, Zonda, Folclore Argentino se constituye en un prisma de imagen y sonido de donde dimane, con profundidad y mirada original, un mosaico conceptual y afectivo sobre un arte que nace de la tierra y transmiten hombres y mujeres que habitaron y pueblan este suelo extenso y plural, ubicado al sur del sur del mundo conocido como Argentina", dijo. Saura ha realizado numerosas películas musicales en sus 60 años de carrera (con tres nominaciones a los Oscar y muchos premios en distintos países); en todas ellas, los cantantes, instrumentistas y bailarines reflejan determinados géneros o culturas, como ocurrió con Sevillanas (1991), Flamenco (1995) o Fados (2007), que no tienen una narración o una línea argumental clara. Zonda tampoco. Así como las dos películas de Argentinísima se han convertido en un documento histórico de una época, Zonda, folclore argentino realiza una nueva fotografía, más personal y menos geográfica, actual pero sin olvidarse de algunos símbolos clave: Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, infaltables. El director de 82 años asegura que ha escuchado folklore argentino desde chico, y en la anterior visita al país recorrió Salta y otras provincias del norte, donde conoció la música del noroeste. Esa fue la semilla de este retrato musical. La selección es propia, aunque tuvo la ayuda de Lito Vitale. "Mi interés es abrir una nueva mirada sobre el género. El folklore generalmente está anclado a una época y a ciertos prejuicios, y creo que, como en el flamenco, tiene que dar un paso adelante. Quiero abrir puertas, ventanas y enseñar a otras personas de otros países que estos ritmos son preciosos como pasó con el fado o con el tango. Pero no vengo a enseñar nada, sino a dar una opinión personal sobre una música y un baile maravillosos", confió a La Nación.
Insurgente ofrece más acción que la primera película de la saga, pero simplemente parece un eslabón más hacia la resolución de la historia. Si a una historia como la de Divergente se la concentrara en una única película, sería una peliculón. Así, fragmentada, cada parte es apenas un eslabón de una cadena, dosificada con distintos niveles de intensidad para que no sea sólo un éxito en la taquilla sino cuatro. Es que el cine tiene la tendencia a dividir en dos (o en más) lo indivisible: la primera película de esta saga juvenil presentaba a los personajes, el mundo distópico creado por Veronica Roth en los libros y visualmente aprovechados en la pantalla (Chicago, en el futuro); el por qué de cada uno; los buenos y los malos, los incipientes romances, y los grises. Si algo quedó claro en Divergente es que la protagonista, la encantadora Tris (Shailene Woodley), es divergente: una personalidad que no encaja en ninguno de los grupos en los que se dividió la sociedad (Erudición, Osadía, Abnegación, Verdad y Cordialidad). Ella no es de nadie, pero podría ser de todos. Y es peligrosa, porque los que no encajan en los esquemas sólo pueden traer caos, pueden provocar la revolución tan temida para aquellos que están en la cima de la escala de poder. Si Divergente era la introducción a la historia, Insurgente es el nudo de la trama, donde crece la acción en buenas dosis, y se pueden entender un poco más los motivos y el modo en que afectaron a los protagonistas las pérdidas que han sufrido. Y crece en paralelo Tris, lo que explica por qué Woodley (Bajo la misma estrella, Los descendientes) es una de las jóvenes favoritas de un Holywood que da oportunidades a las estrellas que saben devolverlo en la taquilla. Tris y Cuatro (Theo James) tienen química. La pareja funciona en esa aventura detectivesca con visos de drama juvenil en la que deben atravesar la ciudad (o sus propios mundos interiores), buscando amigos y enfrentando enemigos, detrás de un secreto bien guardado que le costó la vida a los padres de ella y que la pone en peligro en cada minuto de la película. Hay una sensación de guerra fría permanentemente, donde hasta los impensados “sin facción” pueden tener un propósito más claro que el que se pintaba en la primera. El director Robert Schewentke marca una diferencia con respecto a su predecesor, Neil Burger, en las escenas de acción, algo de lo que carecía la primera parte de esta ¿trilogía? de cuatro partes (el final será dividido, otra vez, en dos). A Insurgente, al igual que la anterior película de esta franquicia, no hay que pedirle mucho más: no es la nueva Matrix, y ni siquiera su argumento está a la altura de Los juegos del hambre, construida sobre libros sólidos con acción desde el primer momento. Es buen entretenimiento, tiene factores románticos imprescindibles para el público que más los quiere, una pareja que encaja bien (no es fácil), un par de sorpresas. Pero abusa de ser por demás explicativa, como si tuviera la necesidad de poner en boca de sus personajes lo que podría ser obvio de un modo menos pedagógico, o del recurso de los sueños para entender lo que pasa o lo que pasará. Si la saga Divergente sigue así, la tercera parte –dividida en dos, claro- será aún mejor que ésta. Porque en definitiva se trata de una sola historia que podría ser contundente y efectiva si no se hubiese contado y cortado en estos largos capítulos.
La idea de narrar un viaje entre dos hermanos detrás de las pistas de algo que podría ser un tesoro, de una madre que los abandonó cuando eran niños, solamente con los únicos apuntes de un viejo (su padre) de poca memoria que a veces desvaría, podría sugerir un tono de drama familiar. Pero a veces, como esas migajas por el camino pueden resultar engañosas, también lo es el resultado de esta comedia de aventuras, con momentos de diálogos sublimes entre los hermanos Dina (Erica Rivas) y Pascual (Juan Minujín) y una buena estética de ese recorrido que los dos emprenden a bordo de un impredecible Renault 12 Break de esos que ya no se ven. Pistas para volver a casa transita varios climas, desde que los hermanos se reúnen en un pueblo cuando les avisan que su padre sufrió un accidente. Primero se muestra el presente oscuro de ambos, ella en la soledad de su casa, refugiada y aferrada a sus creencias; él, intentando manejar la vida con sus hijos, luego de haber sido abandonado por su exmujer y quedarse sin empleo. El punto de quiebre, el inicio de la acción, ocurre cuando su padre (Hugo Arana) les cuenta que, después de mucho tiempo, se contactó con la madre de ambos, y le confió un secreto. Ellos deben buscarlo, buscarla, buscarse, y en ese camino ocurren momentos desopilantes. Los recuerdos de la infancia, el presente abrumador de Dina y Pascual (en realidad Pascualino, en honor a un dúo italiano de los ‘60), el futuro que no ofrece muchas perspectivas, un grupo de secundarios con distintas intenciones, se cruzan en Pistas para volver a casa. La película a veces decae, se vuelve antojadiza pero previsible, exagerada, aunque su planteo como buen juego de niños detrás de un tesoro se vuelve efectiva en ese tono íntimo y a la vez divertido que logra grandes momentos, desde que arranca el viaje hasta que termina. Cuando ellos ya no son los mismos. Es interesante el juego de los hermanos cuando se ven obligados a poner frente a frente las verdades de cada uno sobre los mismos años de su niñez. Pistas para volver a casa es un logrado segundo filme que pone a Jazmín Stuart con un lenguaje poco explorado en el mapa del cine argentino.
Con huevo, sal, carne, pan rallado y algún que otro condimento se puede preparar una riquísima milanesa. Los ingredientes para cocinar un manjar no siempre son los más sofisticados; ni los exóticos aseguran un buen resultado: en el cine pasa más o menos lo mismo. Chef: la receta de la felicidad, es un ejemplo de cómo con un puñado de elementos sencillos se puede hacer una película sencilla también, pero entretenida y bien lograda, que funciona incluso sin sorprender demasiado... como una buena milanesa. La clave no está en una historia sorprendente, que a veces abusa de ciertos recursos obvios, pero sí en el protagónico de Jon Favreau (como el chef Carl Casper), además director y guionista. Él fue una joven promesa del mundo de los sabores, celebrado por la crítica especializada, aunque pronto se encuentra enfrascado en un callejón (o una cocina) sin salida, como jefe del restaurante de Riva (Dustin Hoffman), a quien no le interesa romper con los esquemas de menús que funcionan y coarta la creatividad de Carl. La frustración, y el nudo de esa road movie culinaria por los Estados Unidos que inicia junto a su hijo, estalla en un episodio clave: la visita con aviso de un crítico al restaurante. El mismo que años atrás lo recomendó especialmente. El mismo Favreau se puede dar el lujo de sumar a su elenco a secundarios de lujo: pasan por el filme Scarlett Johanson, Sofía Vergara, John Leguizamo, Oliver Platt (el crítico Ramsey Michel, genial) o Robert Downey Jr. (a quien dirigió en las súper efectivas Iron Man 1 y 2. A bordo de un camión gastronómico (food truck) Carl y compañía se pone en marcha, un poco más tarde de lo que debe en función de la película: aunque queda claro desde los primeros minutos qué es lo que puede pasar, se demora demasiado en resolver el principio del fin de Carl... requisito para un nuevo principio. El regreso a los orígenes de su relación con la comida pone a Carl de vuelta en camino, a medida que intenta recomponer la relación con su hijo. Chef tiene buenos diálogos, no sorprendentes pero que son funcionales a una película sin altibajos; es curiosa cuando pone a jugar a estas superestrellas en roles menores y pintorescos (que funcionan por el peso propio de su carisma, como en el caso de Robert Downey Jr.), es divertida sin llegar a la carcajada y emotiva sin caer en el melodrama y en los golpes bajos. En orden de méritos, Jon Favreau es mejor director que guionista, mejor guionista que actor, pero en esta triple función logra una apuesta equilibrada. Eso sí: casi dos horas parece demasiado tiempo de cocción para una historia tan pequeña. Chef: la receta de la felicidad es un plato realizado con una vieja receta, pero logra su cometido. Es la verdad de la milanesa.