Disparo en la oscuridad
Sebastián Borensztein vuelve al cine con La odisea de los giles, un fallido film de atracos con desatinados toques de costumbrismo y humor absurdo.
La película de robos es un género casi infalible. Desde clásicos como Rififi (1955) o Casta de malditos (1955) hasta ejemplos más cercanos en el tiempo como La gran estafa (2001) o Perros de la calle (1992), pasando por decenas de títulos tanto estadounidenses (El golpe o Tarde de perros, por citar solo algunos) como europeos (El círculo rojo, Los desconocidos de siempre, etc), las historias de grupos de personas que se dedican, con precisión matemática, a llevar a cabo un delito -robo a bancos, museos, estafas, lo que sea- suelen resultar irresistibles. Si están bien hechas, claro está. Ahora bien: ¿qué convierte en buena o atractiva a este tipo de películas? ¿Qué es lo que las vuelve inolvidables? ¿El robo en sí, el funcionamiento narrativo de su mecánica? ¿O sus personajes? La respuesta más obvia es que las dos cosas tienen el mismo peso, como en cualquier película. Pero acaso no sea tan así.
Uno podría pensar que la heist movie (como se la llama en inglés, o caper movie) no es igual a cualquier otra película. Que si el propio mecanismo, el robo en cuestión, es de por sí rico en ingenio y creatividad, y si el cineasta tiene suficiente talento para narrarlo -a través de la inagotable serie de posibilidades cinematográficas que el género tiende a ofrecer-, es muy difícil que la película salga mal. Se podría decir que hay muy entretenidas “películas de atraco” en la que los personajes no son lo más recordable, sino que con un buen operativo e ingeniosas peripecias alcanza. Es cierto. Pero solo con eso nunca se consiguen grandes películas. La odisea de los giles es un poco ese tipo de producto. Hace eje en un atraco complicado y con muchas posibilidades de fallar, pero lo fuerza a amoldarse a una serie de personajes que no está a la altura de esas circunstancias.
Es así que la quinta película de Sebastián Borensztein puede resultar entretenida, tener algunos momentos muy graciosos y otros -menos- de logrado suspenso, pero no tiene una carnadura dramática que le permita ir mucho más allá de su mecanismo. Basada en la novela La noche de la usina, de Eduardo Sacheri (el autor de la novela en la que se basó El secreto de sus ojos), la película toma como protagonistas a un grupo de nobles personas de un pequeño pueblo del interior que se esfuerzan para armar una cooperativa que les permita reabrir un silo abandonado. Entre ellos, un ex jugador de fútbol, su esposa y el universitario hijo de ambos (Ricardo Darín, Verónica Llinás, Chino Darín), el dueño -y único empleado- de una gomería (Luis Brandoni), el encargado de la abandonada estación de tren (Daniel Aráoz), una esforzada empresaria y su hijo (Rita Cortese y Marco Antonio Caponi), un bizarro personaje que vive al lado del río (Carlos Belloso) y otros sujetos pintorescos. Metáforas no tan al margen, ese esfuerzo colectivo (llámenlo “país”) se rompe cuando el corralito les impide sacar los ahorros del banco en medio de la crisis de 2001. Y empeora aún más cuando descubren que una maniobra específica de desfalco los dejó por completo en la lona y una tragedia personal les arruinó la vida a varios de ellos.
Es así que deciden “recuperar lo nuestro”, como dicen, robándole al ladrón, que tendría los dólares guardados en una bóveda en un lugar secreto y muy protegido. Tal como lo aclaran varias veces: solo quieren su dinero de vuelta (ni un centavo más) sin lastimar a nadie. Y es por eso que se enredan en un plan tan complicado como insólito e improvisado. Uno que no tiene sentido para ellos y que, en cierto momento, tampoco resiste la lógica del propio guión. Pero la incoherencia del plan es un problema menor, ya que es parte del absurdo y refleja, de algún modo, la impericia en el tema de los protagonistas. Cuando está jugada de manera humorística puede recordar a los ejemplares italianos (o woodyallenescos) del género. Pero cuando se toma en serio cae por lo impráctica y por lo narrativamente repetitiva que es. De hecho, la única explicación posible para un plan tan cinematográficamente monótono (que consiste en ir y venir decenas de veces a un mismo lugar) era que el film estuviera basado en un caso real. Pero no. Es pura invención. Solo que una sin el vuelo creativo necesario.
Pero el verdadero problema de La odisea de los giles no está ni en el plan ni en la ejecución del mismo. Está en los personajes, que no son más que nobles arquetipos de un costumbrismo algo televisivo. Uno creía que después de Nueve reinas el cine argentino no necesitaba volver a apoyarse en este tipo de personajes que bordean lo caricaturesco y que se colocan como piezas de un tablero social, económico, generacional e ideológico. Es una idea que atrasa varias décadas y que, si bien puede funcionar comercialmente, es de una chatura inusual para un cine comercial argentino que venía demostrando -con películas como El ángel, El clan o La cordillera- no sólo una factura impecable sino una apertura a ofrecer protagonistas complicados, extraños y muy muy oscuros. El cine comercial del 2019, con películas como 4x4 o El cuento de las comadrejas parece, lamentablemente, marcar un cualitativo paso atrás con respecto a esos antecedentes recientes que permitían soñar con productos masivos menos condescendientes y más originales.
Los personajes de La odisea de los giles no tienen grises, ni dobleces y, salvo alguna mínima excepción, no hay en ellos zonas oscuras que los vuelvan complejos, interesantes de seguir. Son “giles”: buenos tipos, nobles, chantas, un poco tontos, así, “como todos nosotros”, como diría una vieja publicidad de galletitas de agua. Y si uno presta atención a los grandes ejemplares del género de cualquier latitud, el secreto de su éxito está en la imprevisibilidad de sus personajes, en el suspenso que genera no saber cuándo o cómo se producirá algún problema entre los protagonistas. Algunos dirán que no es tan así, que en la película eso existe, pero la única zona gris es apenas un detalle menor a la trama central. Y es una lástima que eso suceda porque la estructura de la película de atracos es tan noble y generosa que había material y elenco para hacer un gran film. Pero sin personajes con algún grado de riqueza o de ambigüedad, no hay trama que resista.