a odisea de los giles es una película del pasado, un cine que en la Argentina ya casi no existe: popular, satírico, con un gusto evidente por el juego con los géneros y su potencia narrativa. Una suerte de heredera del cine de Campanella o de Szifrón, tipos que podían reunir en una sola película estrellas, relatos fuertes y éxito masivo con algún grado mínimo, por lo general dispar, de eficacia cinematográfica. Hoy no queda un cine así, ese nicho fue abandonado a la suerte de las coproducciones televisivas y lo más parecido a un director reconocible en esas lides es Ariel Winograd; solo quedan comedias ejecutadas en piloto automático para las que la autoconciencia es una excusa que permite disimular falencias antes que una apuesta estética.
Sebastián Borensztein ya había intentado ocupar ese lugar con Un cuento chino (después de La suerte está echada, su opera prima, hoy imposible de ver). Koblic, en cambio, fue un thriller más bien discreto, una película de una oscuridad espesa que no buscaba semejante exposición. La odisea de los giles, por su parte, es un artefacto gigante, de gran porte, que se toma en serio sus materiales. La película no busca el refinamiento sino la eficacia: el conjunto de elementos dispersos, que incluyen el caper film, el grotesco y el fresco de época, se mueve como puede, como le sale, un cóctel donde todo está mezclado a los sacudones. En ese panorama, el director tiene momentos más inspirados que otros: las escenas en las que se prepara el robo, por ejemplo, funcionan mejor que las del Chino Darín infiltrándose en la casa del villano e improvisando engaños ante su secretaria; lo segundo demanda un timing de comedia demasiado ajustado, mientras que lo primero exige menos trabajo, el género aporta lo demás.
Pero el gran problema de La odisea de los giles no son esos desniveles, sino que trata por todos los medios de complacer a su público. La historia deja servida en bandeja el viejo motivo del rico que estafa a un montón de personajes humildes y esforzados. El tema supone, previsiblemente, una tradición, aporta una fortaleza propia que pone a trabajar el músculo del relato. Pero la película ancla el conflicto en coordenadas muy precisas: crisis de 2001, corralito, pesificación asimétrica. La aventura universal de los engañados en busca de justicia por mano propia se transforma así en un cuento moral y político: la historia nos pone rápidamente del lado de los estafados en su intento por recuperar sus ahorros. No estamos plenamente ubicados en el terreno del género con sus seguridades, con sus convenciones, sino en un espacio híbrido en el que el caper sirve en verdad para apelar a viejos rencores y emprenderla contra banqueros y empresarios. La película adquiere la forma de una máquina que busca la aprobación veloz, instantánea, del público; todo está diseñado de manera tal que los protagonistas resulten héroes incluso en la peor ruindad, y que el villano resulte lo más desagradable posible y justifique así toda clase de castigos y venganzas. De nuevo, el problema no es la explotación de ese mecanismo por sí solo sino el deslizamiento que Borensztein realiza saltándose el género y yendo hacia una sociología de ocasión, acrobacia que ya no busca el vértigo de la ficción sino las certezas del comentario social, cercano casi a la observación de costumbres. Ese deslizamiento es un problema, entonces, porque la película ya no habla del cine y de sus códigos sino de otra cosa más tangible, más cercana (la demagogia general ya no afecta a un montón de criaturas ficcionales sino a una visión de la realidad), halagando a su auditorio, presentándole un conjunto macizo que no exhibe matices, sin fisuras, explicándole al espectador en qué lugar debe posicionarse. La voz en off del personaje de Darín de alguna manera condensa ese contrato: es inoportuna, machacona, subraya ideas evidentes y cierra cualquier posible apertura del sentido.
Algo de ese escenario se quiebra de tanto en tanto con algún que otro detalle malicioso que va a contramano de la corrección política de la época: el retrato de los pueblerinos tontos, ignorantes, incluso entregados voluntariamente a la pobreza, que estafan al Estado para seguir sumergidos en la miseria y en condiciones de vida precarias (ver el personaje que hace Carlos Belloso), eso es algo difícil, si no imposible, de ver hoy. Esa maldad descargada insistentemente contra los habitantes del pueblo en cierta forma rompe la complacencia imperante, la contiene, y le da la película otro aire, otra respiración.