La odisea de los giles: el corralito y la bóveda
A partir de la novela La noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, la película trabaja sobre un imaginario traumático para la clase media argentina.
“Este es el mejor momento, peor no nos puede ir, ¿qué más nos puede pasar?”, dice con ingenuo optimismo uno de los protagonistas de La odisea de los giles justo antes de meterse junto a un grupo de amigos en un proyecto cooperativo quizás demasiado grande para ellos, invirtiendo hasta el último peso de sus ahorros reunidos a lo largo de toda una vida. Lo que esos bienintencionados todavía no saben es que están a la vuelta de la esquina de la crisis de diciembre de 2001.
Basada en la novela La noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, premio Alfaguara 2016, el cuarto largometraje como director de Sebastián Borensztein es particularmente fiel al texto original no solo porque el propio Sacheri fue su coguionista –con esa destreza narrativa que el autor tiene para los diálogos-- sino porque la película trabaja sobre el mismo imaginario traumático para la clase media argentina. Por un lado, el tristemente célebre “corralito” de 18 años atrás, que incautó y licuó los depósitos de miles de ahorristas. Y por otro, un trauma mucho más reciente y también mucho más imaginario: las “bóvedas” donde los villanos –de película o de la vida real— se supone que guardan los dólares que le roban a “la gente”.
Divididos en bandos estereotipadamente diferenciados, hay dos campos antagónicos en La odisea de los giles. El primero y mucho más numeroso es el de esos improvisados cooperativistas, encabezados por Perlassi (Ricardo Darín) y Fontana (Luis Brandoni), dos históricos vecinos de un típico pueblo de la provincia de Buenos Aires, un poco a la manera de los que Osvaldo Soriano convirtió en metáforas políticas y sociales de la Argentina. Ellos son quienes quieren poner en pie una vieja acopiadora de granos que podría volver a dar trabajo y vida a ese pueblo casi fantasma. Perlassi es un clásico uomo qualunque, sin bandería política, a su manera un “emprendedor”, aunque también dispuesto a dar pelea; Fontana en cambio reivindica olvidadas consignas anarquistas pero -en una vuelta de tuerca que la película resignifica deliberadamente a medida de la encarnación de Brandoni- chicanea como buen gorila a su amigo Belaúnde (Daniel Aráoz), incorregiblemente peronista.
Los enemigos jurados de esta Armada Brancaleone son un gerente de banco traicionero y, en particular, su socio en la maniobra con la que les esquilman la plata: un abogado inescrupuloso y oportunista (Andrés Parra), que hace construir una bóveda en medio del campo para esconder esos dólares mal habidos y custodiados por un sofisticado sistema de alarmas.
Si la inspiración de los cooperativistas para recuperar su dinero en plan thriller sale de una vieja película en VHS protagonizada por Audrey Hepburn (Cómo robar un millón de dólares), el modelo sobre el que trabajan Borensztein y Sacheri es a su vez el de las producciones de Aries Cinematográfica en general y el de Plata dulce (1982) en particular, que aparece expresamente citada en la novela. Relato coral, costumbrismo nac & pop, humor y sátira social eran los condimentos de la película de Fernando Ayala que ahora retoma La odisea de los giles, con unos valores de producción y una factura técnica que entonces eran impensables y que hoy –en esta costosa coproducción argentino-española que incluye a una compañía de teléfonos celulares excesivamente citados— se dan por moneda corriente.
¿Tradición o regresión? Un poco de ambas, se diría. Queda clara la intención de entroncarse en un modelo narrativo que fue exitoso y aspira a volver a serlo, con un elenco de primeras figuras que además de Darín padre, Brandoni y Aráoz incluye también a Chino Darín, Verónica Llinás, Carlos Belloso y Rita Cortese, entre otros. Pero esa construcción no deja de ser a su vez un déjà vu, una nueva vuelta atrás para el cine argentino de alto presupuesto, que en los últimos años, salvo escasas excepciones, se ha refugiado en las fórmulas más probadas y conservadoras.