“La odisea de los giles” es una película que, como, argentinos nos incomoda y nos hace pensar. Con espíritu crítico, nos invita a replantear nuestra memoria a corto plazo. Un film que es hijo de su tiempo histórico y no resulta casualidad, como toda obra de arte anclada en una coordenada cronológica particular, su visionado se preste a reflexiones acerca de ciertas cuestiones sociales y culturales latentes en nuestra inestable realidad. Celebramos su pertenencia actual.
Como premisa argumental, “La odisea de los giles” pone al descubierto una estafa para denunciar, de modo tangencial, las decisiones políticas que dilapidaron nuestro presente social, cultural y económico. Sin embargo, su orientación se limitará a ofrecer un mosaico social recreando un hecho (ficticio, pero absolutamente verosímil) ocurrido en un pequeño pueblo del interior. Eludiendo las grandes maquinarias políticas, prefiere anclarse en la cara más corrupta y cotidiana, como síntoma emergente de un tejido social corrompido, cuyos elementos operantes forman parte de una perversa estructura que, obviamente, los contiene y apaña. Bajo esta mirada, examina la condición mafiosa de un abogado estafador y su cómplice bancario.
Desnudando los negocios sucios tramados por este artero agente bursátil, la película nos interpela como sociedad y nos coloca en un lugar incómodo, reivindicando el acto de justicia cometido por un grupo de trabajadores perjudicados por las medidas económicas tomadas en aquel nefasto mes de agosto de 2001. Una realidad que implosiona (literalmente, sin prolongar la sorpresa en el espectador) delante de nuestros ojos. Validando la ley del más fuerte una sociedad que oprime a sus postergados, “La odisea de los giles” abreva en el género policial mientras sigue las peripecias de estos damnificados unidos en una causa común, quienes planean dar el gran golpe y volver para sí el dinero que les fuera quitado.
Liderando el grupo humano (y acaso sorteando conflictivas internas que lo llevan a querer desertar), Ricardo Darín vuelve a interpretar un protagónico para Sebastián Borensztein, luego de “Un cuento chino” (2011). El intérprete se luce otorgando a su personaje ricos matices dramáticos que le otorgan profundidad, sutileza y empatía con el público más sensible. El personaje de Ricardo nos habla desde el epicentro de una tragedia económica política y humana, que se hizo carne en cada argentino. Su drama de vida es la historia de miles de perjudicados por una medida económica incomprensible, gestada por políticos ineptos; aprovechada para sí por los estafadores de turno.
Un elenco de lujo acompaña a Darín en su gesta: el siempre encomiable Luis Brandoni, una valerosa Rita Cortese, un solvente Chino Darín (en disfrutable primera intervención en pantalla junto a su padre) y una conmovedora Verónica Llinás, se suman a la inagotable gracia de Daniel Aráoz, en deliciosa machietta peronista. No exenta de pasajes de humor (con más de un guiño referente a la incorregible argentinidad), el relato trasluce la idiosincrasia propia puesta bajo la lupa de un director con notable capacidad para desentrañar las capas sociales más dañadas por un mal endémico, en busca de redimir a incautos estafados víctimas de las desgracias que suelen desfavorecer a los sectores más desprotegidos de nuestra sociedad. Ante lo cual, la película nos alecciona que estafado que robe a ladrón tendrá su merecido perdón. ¿Acaso no hubiéramos hecho lo mismo en similares circunstancias?
Se trata de un relato que indaga en la esencia del ser nacional, honesto y trabajador, que vive sorteando desavenencias y conviviendo con la necedad y la perversión de ineptos gobernantes de un país que, acaso, tiende a repetir errores del pasado. Con indudable acierto y marcadas referencias a la coyuntura actual, será imposible no sentirse tan indignado como identificado. La inteligencia de Borensztein radica en sostener un mensaje contundente, poniendo en ridículo circunstancias que nos llevan a dudar de nuestra propia credibilidad como nación.
“La odisea de los giles” indaga en la urdimbre social de un pueblo acostumbrado al manoseo, hipotecando su dignidad a un alto costo y postergando sueños futuros. No obstante aún, poseyendo una la capacidad de superación y resilencia admirables, inclusive en las circunstancias más adversas. Un espejo en el que nos miramos con relativa frecuencia, frustrante incapacidad de madurez social. Relatos de un tiempo salvaje, peligrosamente cercano.