El trabajo en tiempos de precariedad bien puede asociarse a un loop, al sacrificio en pos de una orilla más soñada que real. En ese trance está sumida Paula (Sofía Brito), la madre joven protagonista de La omisión, que intenta ahorrar unos pesos durante una temporada breve en Ushuaia para partir a Canadá junto a su pareja Diego (Pablo Sigal) y su hija Malena (Malena Hernández Díaz), que están instalados en Río Grande.
La recurrencia del plano panorámico de una combi que la busca de madrugada acentúa el estancamiento de Paula, que recala en prácticas como la limpieza de hotel y la guía turística. La soledad física y anímica de la joven conoce intemperies externas e internas, y por eso la cámara la enfoca de lejos en esforzadas caminatas invernales tanto como de cerca en el interior de vehículos: La omisión es en ese sentido un filme sobre el tránsito, la deriva, la suspensión.
El paréntesis que vive la protagonista se revela sin embargo pieza de un paréntesis mayor, una vaga crisis existencial ligada directamente al título del filme. La “omisión” es puntualmente la que Paula siembra en el diálogo con Manuel (Lisandro Rodríguez), un fotógrafo municipal que la corteja en su auto y al que le retacea su sufrido estado civil. La posibilidad de callar su condición le permite a Paula ser otra, y así la desolación que atraviesa adquiere un matiz de liberación, de oportunidad. Ella le cobra a Manuel para tener sexo, pero en ese gesto no hay crudeza sino la picardía de quien hace de la ausencia de dinero una excusa adúltera a la vez que un resguardo contra el compromiso afectivo.
Por eso la comparación que se ha hecho entre el largometraje debut de Sebastián Schjaer y el cine de los hermanos Dardenne es anecdótica, una afinidad formal y temática que se queda en la superficie. El abordaje de Schjaer –semejante al de un Santiago Mitre minimalista en su ambigüedad deliberada– es más contemplativo que dramático, más reposado que nervioso (de ahí que varias tomas provengan de asientos traseros de coches). La escena de sexo furtivo es impersonal, casi cómica e inverosímil, y los momentos sobresalientes incluyen a un teclado de juguete y una danza de sombras.