¿Qué tal esto para una historia de jóvenes viejos? Una porteña de 23 años (Sofía Brito como Paula) está anclada en Ushuaia agarrando cualquier trabajo que salga, lejos de su novio -que encontró trabajo en Río Grande- y viendo más bien poco a su hija -que está en Ushuaia pero al cuidado de su hermana- mientras junta toda la plata que pueda para el plan acordado de que la familia se instale en Canadá. La situación debería ser de mero tránsito, y Paula intenta hasta donde puede encarar mecánicamente cada día, viendo como mucama de hotel o como guía turística el paso de las personas que dejan sus paréntesis antes que ella, pero las nuevas rutinas y relaciones no tardan en provocar sus propios efectos. Frente a toda esa alienación, el director Sebastián Schjaer se planta casi siempre sobre el punto opuesto a la tentación dramática, descartando catarsis grandilocuentes o diálogos que subrayen la quemazón mental, y llevando lentamente al espectador a llenar los baches con sus interpretaciones y preceptos.
Esto se produce a fuerza de inmersión y desorientación: la realidad y la ficción en Argentina están plagadas de millennials dando vueltas en trabajos que odian para salir a flote con sus vidas, pero pocas veces la circunstancia pareció tan extenuante en la pantalla como con las caminatas que el personaje de Brito tiene que emprender sobre la nieve y contra el viento ushuaienses. A su vez Schjaer decide prescindir de ostentar la belleza de sus locaciones, y durante las torpes locuciones de Paula sobre las maravillas paisajísticas solo vemos a turistas desempañando sus ventanillas en la combi. Pero la mayor apuesta de la película consiste en adherirse al andar errático de Paula, sin concesiones ni centros como para encontrar fácilmente un sentido a sus acciones. Quizá se trata de la muralla emocional que la protagonista se impone para intentar atravesar el estrés de su presente, y de cómo pareciera empujarla a un letargo en las relaciones que intenta sostener (con su novio, con su hermana) o la que intenta arrancar entre la conveniencia y el afecto genuino (con el fotógrafo que conoce en uno de sus tours). En el medio están los encuentros con su hija, momentos luminosos por la falta de problemas “de adultos” que presentan y por la química impresionante que tienen Brito y la niña actriz Malena Hernández Díaz. A ella Paula le atiende una llamada apócrifa hecha con un teléfono de peluche, mientras ignora olímpicamente las llamadas verdaderas con demandas laborales y afectivas del resto de los personajes.
Algo en esa aridez narrativa empieza a mostrar grietas con el avance de la trama. La omisión arranca encadenando situaciones en las que bordea lo sórdido sin adentrarse, para enderezar rápidamente el rumbo hacia los devaneos de Paula y acercarse sin ningún apuro a una definición. Ese zurcido desinteresado fue varias veces planteado por el director como una manera indirecta de acercarse a los sentimientos de los personajes, sin obtener una verdad, sin alcanzar un centro y haciendo que la película gire sobre sí misma como lo hace su protagonista (cita casi exacta a las palabras que incluyó en el material de prensa). Quizá por querer contrarrestar las elipsis y esa falta de certezas, algunos diálogos parecen puestos para derramar la información esencial sobre las motivaciones de Paula (y los problemas que arrastra con su novio) de un modo un poco atropellado. Pero el volantazo final aparece en una penúltima escena predecible y efectista, que incluso llega a discutir el sentido de la construcción previa: en un punto, esa gambeta constante a la definición podría verse también como una apuesta cómoda a los climas, la abulia de los personajes y el shock de la moral escapándose de nuestros andariveles. Es una idea difícil de plantear, porque implica marcarle un planteo conservador a una película que por todos los medios intenta romper la posibilidad de encasillarla, y porque alguien podría leer en esto un guiño a la queja arquetípica sobre la “lentitud” del cine argentino alternativo. Pero quizá se trate más de que la cita notoria que hace La omisión al estilo de los Dardenne (de los dilemas éticos a los planos sobre las nucas) es tan obediente que termina mostrando los hilos, o del momento en que la película, a diferencia de su protagonista, empieza a hacer lo que podría esperarse de ella.