Una chica de 23 años llamada Paula está parando en Ushuaia, busca changas en la temporada turística. Es de esxs trabajadorxs informales que se guardan la plata en una riñonera o se la esconden en la ropa, como esa inolvidable laburante que fue Natalia Oreiro en Francia, de Adrián Caetano, la que se metía los billetes en el pantalón del jogging. Afuera del sistema, casi anónima, la mujer interpretada por Sofía Brito parece huir de algo, está entre trabajos, se refresca la nuca en una estación de servicio, como si hubiese ido hasta el mismísimo confín de la tierra para que no la puedan encontrar. La omisión, opera primera de Sebastián Schjaer, que participó en la sección Panorama de la Berlinale y en el último Bafici, no es una road movie pero por momentos se siente como si lo fuera, porque Paula no se detiene casi nunca y su territorio es un borde de la ciudad en el que una y otra vez debe cruzar la ruta, atravesar la nieve. Durante una hora y media la veremos ir de un lado al otro, siempre un poco apurada, o urgida mejor dicho, como si la Ushuaia que habita provisoriamente no fuera una ciudad turística de escenarios magníficos sino un videojuego en el que todo se trata de ir a un lugar, pedir trabajo, ir a otro, tratar de cobrar la plata, buscar una pieza, buscar la plata, buscar otro trabajo más.
Las referencias al cine de los Dardenne son obvias pero no agotan la película y Schjaer es incluso más radical en algunos puntos: su protagonista no tiene interioridad salvo la que asoma en algún destello en la mirada, casi demasiado fugaz, no hay sentimentalismo, no hay drama. Solo áspera observación del recorrido de Paula, que es como un animal en movimiento, atado a la supervivencia (y con una Sofía Brito perfecta, que ya se había lucido como una criatura de la naturaleza en Los salvajes, de Alejandro Fadel). Pero La omisión propone un juego mucho más interesante y cambia todo el esquema como un caleidoscopio cuando casi a mitad de la película nos enteramos de que Paula no está sola: en la misma ciudad, al cuidado de su hermana, tiene una hijita que se llama Malena (Malena Hernández Díaz), de unos cuatro años, y en Río Grande un novio (Pablo Sigal) que es el padre de la nena. Entonces no se trata de una chica sola que busca trabajo en el sur, sino de una familia. Y la película también se carga con amargura esa pregunta terrible: ¿qué es una familia?
En las escenas en las que Paula está con Malena despunta una respuesta. Ahí la nieve sirve para jugar y reír, y los minutos se transforman en una ocasión de despliegue para el afecto. Sin embargo esta familia de tres dispersa y sin hogar, nunca idealizada y casi clandestina, es puro extrañamiento, una extrañeza que en parte es de clase y la misma que experimenta alguien de clase media frente al padre que trabaja en la construcción y se va un año a Sudáfrica, o a la mujer que se emplea con cama adentro y le deja lxs hijxs a una tía. Del modelo de mamá y papá más hijxs guardados en la casa como si fuera una cajita de cristal, Paula y lxs suyxs entran y salen, o quizás estén a punto de caerse. Lo cierto es que Paula no es madre cuando no está con la hija, ni una novia, ni nada más que ella misma, expuesta a la experiencia y a una suerte de epifanía que no tiene que ver con la felicidad ni la belleza ni la sabiduría sino quizás, apenas, con la posibilidad de moverse. Pero no en el amplio escenario de blancura sobrenatural de Ushuaia -de la que de hecho casi nada se ve salvo fragmentos, nieve que alguien pisa, rutas ocupadas por el tránsito- sino en ese asunto pegajoso, que La omisión distancia hasta la angustia, de las vidas atadas entre sí.