La luz de Dios
La premisa de La oscuridad (Vanishing on 7th Street, 2010) era a priori atrapante: un grupo de hombres y mujeres sobreviven a un apagón instantáneo que acaba con gran parte de la población. Sin embargo, lejos de la coherencia o de una declarada opción por la ausencia de explicaciones como elemento de perturbación, Brad Anderson abunda en chapucerías que empantanan al film en el terreno de la alegoría religiosa.
La ciudad de Detroit vivía la rutina diaria. Pero un apagón de tensión literalmente evapora a gran parte de la población, dejando apenas un puñado de sobrevivientes (Thandie Newton, Hayden Christensen, John Leguizamo, entre otros) desperdigados por la ciudad. De esta forma, sin saber exactamente los por qué ni los cómo de la situación, el grupo descubre que la muerte arrasa cuando llega la temida oscuridad.
¿Qué haría uno si de buenas a primeras un bajón eléctrico finiquita a la humanidad? Bueno, los protagonistas de La oscuridad no hacen nada. En realidad sí, pero con la naturalidad y parsimonia de quien no magnifica lo sucedido. Esa forma de proceder, junto con la apuesta por la no explicación, le da un aire profundamente enrarecido al film, perturbador. Hasta que el grupo empieza a conglomerarse en el bar, y ahí sí, se acabó lo que se daba.
La ubicación geográfica y circunstancial del film remiten a un misterio sobrenatural. No hay que esforzarse demasiado para trazar un paralelo entre esta oscuridad que acorrala a los supervivientes y aquella niebla que hacía lo propio con empleados y clientes de un supermercado en el film homónimo dirigido por Frank Darabont. La diferencia entre ambas, entonces, no está en el significante, sino en el significado.
Pero en ese caso operaba casi un McGuffin. Al fin y al cabo, su presencia latente e inexplicable se corría del eje central que ocupaba durante la primera mitad del metraje para develar la auténtica esencia del film: la miseria humana, la impaciencia y la falta de tolerancia. No es casual, entonces, que ni siquiera se explique de qué se trataba todo el fenómeno ¿meteorológico?. Justamente ahí radica el encanto de La Niebla (The mist, 2007). Aquí ocurre algo similar, solo que el director de El maquinista (The machinist, 2004) choca con la encrucijada de usar la oscuridad como alegoría o mera excusa argumental y opta por lo primero.
El último tercio del film borra con el codo los climas y vacíos previamente generados. La muerte como símbolo de castigo, la redención y la culpa son los platos principales de un menú cuya entrada hacía suponer lo contrario.