En las fuentes mismas del terror
El gran hallazgo de la película es el de reducir el miedo cinematográfico a su más pura esencia. Esta vez son las sombras mismas las que adquieren un poder letal. Lástima los subrayados metafísico-religiosos que terminan destiñendo la premisa central.
En un medio como el cine, basado en la pura dinámica de luces y sombras, es lógico que se recurra a ellas para dar miedo: desde pequeños sospechamos que en las sombras se esconde algo de temer. Curiosamente, lo que hasta el momento no se le había ocurrido a casi nadie es hacer de las sombras la fuente misma del terror, la encarnación del mal y no su mero reflejo. Ese es, sin duda, el gran hallazgo de La oscuridad: el de reducir el miedo cinematográfico a su más pura esencia, animar de un poder letal las sombras inanimadas. No lo que está detrás de ellas, sino ellas mismas: detrás de las sombras aquí no hay nada.
El de La oscuridad es uno de esos comienzos ejemplares para el género –como los de tantos episodios de La dimensión desconocida, como el de la genial El pueblo de los malditos–, por el modo claro, sencillo y rotundo en que se subvierte la normalidad cotidiana, instalando en un instante el súbito imperio de lo desconocido, lo inexplicable y aterrador. Un proyectorista de cine (el gran John Leguizamo) sale de su cabina en medio de una función, va a tomar algo al barcito del shopping y cuando vuelve se produce un apagón general, producto del cual tanto las butacas de la sala como los pasillos quedan regados de montones de bultos de ropas, sin nada adentro. What the fuck?, pregunta el tipo, y lo mismo se pregunta el espectador.
Al mismo tiempo, un movilero de televisión (Hayden Christensen, en cuya radical asepsia facial muchos quisieron ver la razón del hundimiento de Star Wars) se levanta de la cama, encuentra todas las luces apagadas, baja por la escalera los veintitrés pisos de su edificio y sale a la calle, donde halla los mismos bultos de ropa, vacíos de gente. El movilero, el proyectorista, un chico negro cuya mamá desapareció y una paramédica (Thandie Newton, en su habitual show de lágrimas y mocos) terminarán recluidos en un barsucho que cuenta con grupo electrógeno propio, mientras afuera las sombras se devoran todo. Sentir una profunda inquietud, terminar pegando un salto en la butaca, nada más que porque desde uno de los bordes del cuadro una mancha gris, etérea y difusa se extiende casi hasta alcanzar a un cuerpo humano es una de las mayores refutaciones que el reciente cine de terror le haya dado al reciente cine de terror.
Nos explicamos: frente a la irrefrenable tendencia a asustar mediante los más aparatosos procedimientos sonoros-visuales-digitales, que siempre, inevitablemente, apuntan a materializar la fuente del miedo, a hacerla explícita, a cosificarla, La oscuridad demuestra, con la más espartana simpleza y economía de medios, que nada de todo aquello hace falta ni está bien encaminado. Que siempre dará más miedo lo sugerido y sospechado, lo apenas atisbado, que el monstruo feo, bruto y malo. Vayan a hacérselo entender a los cráneos de Hollywood, que en este preciso momento estarán aprontando efectos de última generación para el tanque de terror de la próxima temporada.
Escrita por un tal Anthony Jaswinski y dirigida por el prolífico Brad Anderson (cuya película más lograda, El maquinista, se editó aquí años atrás en DVD), el problema de La oscuridad es que no logra estar a la altura del radical back to basics que la sostiene. El desarrollo de personajes es escaso, y encima la inexpresividad de Christensen y la hiperexpresividad de Newton arman una mescolanza dramática de primera agua. Además, las licencias con respecto a la premisa básica son mayúsculas: en el sótano de un barcito cualquiera funciona un generador casero, instalado allí por vaya a saber qué freak de la supervivencia; el motor de una camioneta enciende mágicamente, aunque por el corte de energía no hay motor que funcione, y el sol brilla de pronto una mañana, tras suponerse que se había apagado para siempre.
Si con todo esto no bastara para desteñir la premisa central, allí están los subrayados metafísico-religiosos para terminar de hacerlo. Sin embargo y con todas esas contras, hasta último momento, cada vez que las sombras se ciernen sobre uno de los personajes, cada vez que se oye el siseo de la evaporación humana, el espectador siente el inconfundible estremecimiento que produce el cine de terror, cuando apunta un único y simple dardo sobre el blanco justo.